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Entre estas enfermedades infecciosas, para las cuales hay vacunas probadas en eficacia y seguridad, que afectan a los niños muy temprano en su niñez, se producen: parálisis, deformidades y debilidades de las extremidades, inflamación del cerebro (meningitis y encefalitis), daño cerebral, retardo mental, sordera, pérdida de la visión y el lenguaje, neumonías, cáncer, deshidratación severa y muerte.

Aquellos que promueven la no vacunación suelen pertenecer a grupos privilegiados, al menos económicamente privilegiados. Ellos (calificados como “anti-vax”) pueden pagar los costos de la enfermedad y hasta los de la muerte. Las personas que los siguen por temores (ansiedad o “hesitancy”) con pocos o ningún privilegio económico o social, no tienen cómo pagar esos costos. Tristemente, esos temores son fundados en mentiras, desinformación o maldad, que no aportan nada a la ciencia. Incluso, son pediatras y médicos que desechan contenido y resultados de investigaciones publicadas en revistas de ciencias y medicina, políticos altaneros, abogados y otros profesionales que dan acceso libre e irresponsable a la opinión -aduciendo libertad de expresión- y pobre o ningún acceso a los hechos y evidencias científicas -amparándose en la libertad de elección.

Muchos de ustedes no conocen estas secuelas porque la ciencia médica las ha contenido con el uso temprano de vacunas, probadas eficaces y seguras, y como resultado puntual de la tecnología moderna y colaborativa. Entre estas enfermedades desconocidas o no bien conocidas por el público, están el polio, la infección intestinal por el rotavirus, la difteria, la tos ferina, el tétanos, las neumonías y las meningitis con sus secuelas para el resto de sus vidas, que discapacitan o producen prematuramente la muerte.

Hoy, resurgen enfermedades previamente controladas, por el pobre cumplimiento con la vacunación infantil, otra secuela de la pandemia por covid-19, que ocupó a enfermeras y médicos, en otros menesteres, desvió fondos de vacunas para cubrir los altos costos del cuidado intensivo de pacientes hospitalizados por la infección debido del virus SARS-CoV-2. Y, para solo hacer todo más difícil, no se puede soslayar la nociva divulgación de falsedades sobres las vacunas y la pérdida de la confianza en los médicos, la medicina, las instituciones de salud, la ciencia y verdad. Cierto es, como agravante, que los médicos no hemos sido sencillos ni claros para educar eficientemente sobre nuestros errores y nuestros aciertos en la investigación y en la práctica clínica, lo que ha facilitado que otros intereses hayan diseminado sus descontentos personales y frustraciones profesionales para optar ferozmente contra la investigación científica y las directrices de salud pública.

A pesar de que la vacunación es la intervención de salud pública más eficaz y segura, responsable de salvar millones de vidas cada año, que mejora sustancialmente la duración de vida de las poblaciones, que su creación y manufactura son estrictamente cuidadas, hay un creciente número de personas que muestran significativa ansiedad y dudas de ellas porque la beneficencia de la vacunación no ha permeado a las personas. Esta inseguridad se manifiesta mucho más entre los padres de la población infantil porque el amor por sus hijos, no les permite pensar siquiera en hacerles daño, lo que inculcan contrariamente las campañas contra las vacunas. Estos temores crecieron a partir de 1998, cuando se diseminó una de las más dañinas y falsas aseveraciones por un investigador, Andrew Wakefield, quien asoció fraudulentamente el uso de la vacuna contra el sarampión al origen del autismo.

Seguro que la obligatoriedad de la vacunación ha sido un banderillazo contra ella porque con esa imposición y contundencia, no se ha dado espacio ni tiempo suficientes, para educar sobre ello. Esto ha deteriorado significativamente la seguridad sanitaria de la población frente a brotes infecciosos de enfermedades prevenibles por la vacunación. A los primeros que hay que educar es a nosotros mismos, médicos y enfermeras, al personal de salud y, luego, salir a educar a los ciudadanos, para lo cual se requiere, además, disponibilidad de tiempo en la actividad higiénica de la salud pública.

La población vacunada suele proteger a la no vacunada, solamente en la medida que los números de vacunados alcancen y superen el nivel para el cual, infectar a un no vacunado es muy extraño y muy difícil. Ese punto de inflexión es vital. Es lo que se conoce como inmunidad de rebaño o inmunidad de grupo. Esta inmunidad de grupo está seriamente afectada por el creciente número de no vacunados. Además, cada enfermedad tiene un número diferente de vacunados para alcanzar la inmunidad de grupo. Por ejemplo, para el sarampión es tan alta la exigencia, que se requiere un 95% de la población vacunada para proteger a ese 5% no vacunado, o, que 19 de cada 20 personas estén vacunadas contra sarampión.

En estas circunstancias, el mandato o la obligación de vacunarse es ética y el respeto a la autonomía de los padres con respecto a esta decisión, no es constante sino variable. “Cuando la obligación moral de los individuos para contribuir a la inmunidad de grupo no se satisface, las políticas de vacunación obligatoria son éticamente justificadas porque los estados tienen la responsabilidad de proteger la inmunidad de rebaño como un bien común”. Y, en lo legal, recordar al jurista alemán Carl Schmitt: “Soberano es aquel que decide en el estado de excepción”.  Publicado en el diario La Prensa de Panamá, el viernes 19 de julio de 2024

(Continúa)

El autor es médico.

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