- May 12, 2018
- Pedro Vargas
- Depresión, Salud Pública, Suicidio
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Si no entendemos la depresión, no entendemos las enfermedades mentales y no entendemos el suicidio. Y llamar a todo depresión, no es entenderla. Y no darnos cuenta de ella, tampoco es entenderla.
Para mi, durante toda mi carrera de Medicina, fue muy fácil entender algo de mi comportamiento, con 2 instrumentos sencillos: uno, me molesta, lo acepto o no lo reconozco; el otro, cómo o no afecta mi funcionamiento personal, profesional y social.
Hay una multitud de reacciones y de sentimientos o emociones que son totalmente normales, pero que nos hacen exclamar: “estoy tan deprimido”, “esto me angustia mucho”, “¡quiero matarme!”, “la voy o lo voy a matar”. Son expresiones aprendidas cuando no fluctuaciones normales del estado de ánimo, no son emociones ni sentimientos recurrentes porque se han estructurado con profundidad y se han guardado de donde emergerán con mayor o menor frecuencia.
No es anormal sentir profundo dolor y pena, sentirse horrible y solo, con miedo a lo que podrá venir cuando se pierde un ser amado, cuando se diagnostica una enfermedad incurable o crónica, cuando se pierde una propiedad por causas naturales o por deudas, o el trabajo con lo que mantienes tu familia y le das sentido a tu vida. Eso no es anormal. Sería no importarme nada con estos desastres. Pero cuando mi funcionalidad, mi desempeño en mi trabajo, en mi hogar se altera, se obstruye, se hace insostenible, entonces puedo estar ante una manifestación de pérdida de mi salud mental y la necesidad de hablarlo, de confesarlo, de sacarlo del silencio.
Me decían mis profesores de psiquiatría que al paciente neurótico, le molestan sus preocupaciones irracionales; en cambio, al paciente con trastornos de la personalidad, se le resbala todo, “yo soy así”’; y, al paciente psicótico, ni se le asoma en la región frontal de su cerebro que algo anda mal, que algo es malo. Ni siquiera enterrarle un puñal al gato de la vecina. El mismo comportamiento, será en unos pacientes una neurosis, o un trastorno de personalidad o una psicosis. Dependerá no de la “gravedad” sino de la forma cómo le afecta o no, como lo ve o percibe el individuo y, como puede afectar a otros. Pero estas son todas enfermedades mentales con las que vivimos muchos por mucho tiempo y a las que no atendemos como debe hacerse por ignorancia, a ratos por estupidez, o porque la sociedad las ha estigmatizado y nos ha silenciado. Da vergüenza aceptarlas en la familia, porque indican “debilidad” o “pecado” (“castigo de Dios”), “porque yo no estoy loco”. Esto hay que limpiarlo de nuestras cabezas.
El suicidio tiene un sustrato en la inmensa mayoría de las ocasiones: una enfermedad mental. Hasta ahogarse en un vaso de agua puede ocurrir como manifestación de una de esas enfermedades. No es solamente enfermo el paciente psicótico. Pero el suicidio tiene una multiplicidad de disparadores, que están alrededor del individuo pero contra él, y, si no están contra él, así lo siente él. El suicidio no es un acto de cobardía, como todavía enseñan en algunos hogares. Tampoco es un acto de heroico, de valor. Es un acto repentino –aunque se haya pensado y elaborado antes-, incontrolable, una forma de reflejo, como esa respuesta abrupta, instantánea, rápida, locuaz de la pierna cuando el martillo le pega debajo de la rodilla.
Nadie puede predecir quién se va a suicidar y quién no se va a suicidar. Ese individuo que cuece sentimientos profundos de rabia, de odio, de disconformidad, de desesperanza puede nunca quitarse la vida, aquel otro que “llevaba la procesión por dentro”, que no tiene la capacidad para resolver, que encuentra todos los caminos cerrados, las manos lejos, el consejo ausente porque no lo busca o no lo encuentra, puede un día quitarse la vida. No hay forma de predecirlo pero sí hay formas de ponernos en estado de alerta quienes podemos ayudar: sus amigos, sus consejeros o su familia. Quizás perder el apoyo de los demás, de aquellos que siempre consideramos estarían allí presentes, sea uno de los elementos más nocivos para quien tiene problemas.
El otro elemento para labrar una profunda herida es la paulatina pérdida de la auto-estimación. Comienza en casa cuando se castiga con violencia física y con insultos todo, hasta haberse puesto el zapato izquierdo en el pie derecho. Continúa en las aulas de clases de Primaria cuando los maestros le gritan delante de todos: “tú no sirves para nada”, “bruto”. Luego en la casa de un familiar o un amigo, o en las iglesias, cuando las manos ajenas manosean y abusan el sexo de la niña o el niño. Más tarde continúa el maestro mirando para otro lado o participa activamente del matoneo de los compañeros de clase que burlan la diferencia o la diversidad. Y no termina en el trabajo o la profesión, donde la aproximación de la violencia intimida más, y es más descarnada y brutal.
Si crees que puedes estar deprimido/a, busca ayuda, consulta, habla. Si tienes historia familiar de depresión, con mayor razón. De repente no lo estás pero de estarlo, empiezas el camino para encontrar una forma de vivir mejor, de volver a ser feliz, de cuidar tu vida. Entre mellizos idénticos, aquellos cuyo material genético es exactamente el mismo, si uno de ellos cometió suicidio, el 13% de los otros que aún sobreviven, lo cometerá, cuando solo el 1% de los mellizos fraternos, que no comparten los mismos genes. Esas cifras se pueden bajar.
No ignoremos cifras. Por cada uno que logra suicidarse, ha habido antes, 25 intentos de suicidarse. La diferencia de suicidios entre hombres y mujeres que es 3.5 veces más entre varones, comienza a disminuir. Entre los 15-34 años de edad, el suicidio es, en los EEUU, la 2ª causa de muerte; entre los 35-54 años, es la 4ª causa de muerte. Muchas muertes no se registran como suicidios por razón del estigma social, por razón de las creencias religiosas, y, lo más detestable, en virtud de las políticas coberturas de salud, de las compañías aseguradoras. Cuando estas cifras se develan, el suicidio pasa a ser no solo una causa de duelo familiar sino un problema de salud pública. La respuesta del Estado es reconocerlo y afrontarlo. Se necesitan más y mejores facilidades de atención de salud mental, más profesionales que se dediquen a la salud mental, legislación que le ponga el cascabel al gato con respecto a la industria de las aseguradoras. ROMPAMOS el silencio.