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Autismo

Bajo este título publica Paul A. Offit, MD., un libro que todos debiéramos leer. De su Introducción extraigo parte de este escrito.

El autismo es una enfermedad del desarrollo del cerebro humano, devastadora. Devastadora para la familia por dos razones: (1) no conocemos su origen; (2) no tenemos una cura para él. Estos dos elementos generan pretensiones ilusas, elucubraciones mentales morbosas, y conductas irracionales. En eso su historia de desaciertos se parece a la de otra terrible enfermedad, el polio.

La primera epidemia de polio en Estados Unidos ocurrió en 1894, 123 casos: 50 quedaron con parálisis permanente y 18 murieron . En 1916, se contaron 27,000 muertos, 2,400 de un total de 8,900 casos solamente en New York. La desesperación era magnificada por la impotencia de la ciencia. La Medicina recurría a enfatizar los métodos sanitarios de higiene tradicional, pero los médicos y familiares recurrían a cuanto método se interpusiera en el camino: ingestión de aceites de lombriz de tierra, brandy y otros alcoholes, sangre de sapos, culebras y caballos, cebolla, ajo, pimienta, alcanfor.

La culpa la tenían las garrapatas, las tarántulas, las ondas de radio, los mosquitos y las moscas, la electricidad inalámbrica, las barbas de los doctores, la leche pasteurizada y los escapes de los silenciadores de los carros. Lo absurdo no lo era. Todo valía porque lo importante era encontrar la razón y la cura de tan terrible enfermedad. Igual que hoy ocurre con esta terrible enfermedad. La historia del polio parece ridícula hoy, pero es similar a la del autismo.

Hoy, los niños autistas son expuestos a toda clase de elementos buscando su curación: enzimas digestivas, medicinas para las infecciones por hongos, antiparasitarios, antivirales, aceite de hígado de bacalao, saunas a altas temperaturas, enemas de limpieza, vomitivos orales, dietas libres de granos y de productos de la leche. No se les vacuna porque incluso se ha señalado que dos vacunas producen autismo: la vacuna triple contra el sarampión, la rubeola y la paperas; y la vacuna contra la hepatitis, por su contenido de mercurio. No han servido ni las interminables exposiciones científicas que revelan la no ineficacia de estas cosas, ni el señalamiento de que algunas son potencialmente dañinas, ni la revelación de los fraudes que se han cometido para sustentar tesis sin sentido.

Los falsos profetas no son solamente el fraudulento Dr. Andrew Wakefield, quien falsificó resultados de sus estudios; o, la actriz Jenny McCarthy, quien utiliza su popularidad para oponerse a la vacunación infantil, sino también periodistas que divulgaron y divulgan noticias morbosas; programas televisivos del calibre de 60 Minutes o de Oprah Winfrey Show; políticos y médicos pobremente informados.

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