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Susan Sontag lo dijo con poesía: “la enfermedad es el lado oscuro de la vida”, y en este viaje que es la vida, desde que nacemos tenemos un pasaporte para el viaje por el reino de la salud y el bienestar, y otro pasaporte para el viaje que hacemos por el reino de los enfermos. La enfermedad es la condición que pone en riesgo inminente y serio nuestra integridad, nos reconoce como seres vulnerables y pone a prueba el respeto por nuestra fragilidad y por nuestra dignidad y, a los que cuidan del enfermo, su porte moral.

Sufrimiento no es solo uno físico. Hay uno devastador, el sufrimiento que rebasa lo corporal del individuo, bien señalado por Andorno y Baffone. Ese sufrimiento, cuyas dosis las producimos nosotros, los que nos acercamos sin simpatía o nos alejamos de los enfermos. La soledad es una de esas situaciones que, como la humillación y la discriminación, induce dolor y sufrimiento moral desolador.

La máxima atribuida a Hipócrates: “Primum non nocere”, nos debe recordar a los médicos que lo prioritario en la búsqueda de la salud o en su recuperación es no hacer daño. “El bien hay que hacerlo y evitar el mal”, se dice como un principio de facto del deber de no producir daño, de no producir sufrimiento. Andorno y Baffone recuerdan: un principio puede ser anulado por otro o incluso por una ordenanza. Por ejemplo, no matar anularía la opción de matar para acabar con el sufrimiento de una persona enferma (eutanasia activa), ya que la vida humana tiene un valor intrínseco y superior. Para Jamie Mayerfield, el deber de prevenir el sufrimiento tiene otro momento de anulación, por ejemplo, cuando se cumple con una decisión de justicia: el reo sufre esperando su condena de muerte, pero se cumple con la condena.

Pero lo que debe quedar claro es que responder al sufrimiento humano es un derecho de quien sufre y los derechos están concebidos para proteger a los no privilegiados de los poderosos, a los enfermos de los sanos, a las minorías de las mayorías, a los que sufren de los que no sufren porque somos personas con dignidad. Veamos ejemplos de la vida real.

A una paciente anciana, limitadas seriamente su salud, su libertad y su autonomía, hospitalizada dos semanas en un nosocomio nacional, se le retiran el catéter nasal por donde recibía oxígeno, la sonda vesical que permitía la excreción de la orina, el tubo nasogástrico para alimentarla, la bomba de infundir ese alimento al estómago, los antibióticos para su neumonía y la canalización de una de sus tortuosas venas, y se le da salida del hospital, sin conocimiento de su familia.

A un hombre de 55 años de edad hospitalizado en otro nosocomio nacional por un infarto cardíaco, en espera de un procedimiento y reposo expectante por falta de personal e insumos, se le informa que el cateterismo cardíaco, finalmente realizado seis semanas más tarde, revela un músculo cardíaco extensamente dañado, que será operado en un mes.

A una niña de 7 años hospitalizada con “epilepsia intratable” en otro nosocomio nacional, se le prohíben visitas de la familia más allá de su madre u otro familiar, con el estricto cumplimiento de no hacer preguntas en los 15 minutos permitidos cada día y después de las 5 de la tarde. La cara de su médico o enfermera ni siquiera se pueden conocer. “Estamos en pandemia” es la razón, a lo que la familia susurra temerosa, “desde hace 30 años”.

Estas tres instituciones están bajo la administración de la Caja de Seguro Social. No puedo constatar si similares ocurrencias se producen en otras instituciones públicas, pero tampoco puedo descartarlo de un tajo. Lo cierto es que en instituciones privadas de salud, la decisión de dar salida a la paciente anciana se hubiera discutido con respeto y empatía con la familia y eximirla así del abandono y trato degradante e inhumano (artículo 5, de la Declaración de los Derechos Humanos); al paciente infartado se le hubiera realizado el cateterismo cardíaco apenas entró por el cuarto de urgencias del hospital y la operación indicada se hubiera realizado prontamente honrando el derecho a igual protección ante la ley (artículo 7), y a la niña convulsionando, la acompañaría todo el tiempo su familia y la comunicación del estado de enfermedad y los planes de manejo se discutirían frecuente y ampliamente con los padres, y atentos serían los galenos para escucharlos, resolver a satisfacción todas sus preguntas y dudas, haciendo consideración de que a todos se les reconoce su condición de seres humanos dignos (artículo 6).

No es difícil reconocer que estas brutales directrices en el manejo de seres humanos en los hospitales nacionales –y no solo allí– infringen serios y duraderos daños en la integridad física y moral de las personas enfermas y hacen del “lado oscuro de la vida”, uno tenebroso túnel, que produce vergüenza andar, dolor y sufrimiento.

La confianza pública en las organizaciones de salud se deteriora abrumadoramente, al punto de que la pregunta a contestar por los interesados a reformas a la reglamentación de la Caja de Seguro Social, por ejemplo, es si “se puede seguir obligando a la población a cotizar en un sistema que no le cumple”. Y, más urgente, resolver las más severas y denigrantes formas de sufrimiento del paciente asegurado por su prioridad moral sobre las otras necesidades generales de esa población e institución. ¿Cuál talla moral, qué ética de la gobernanza de las instituciones de salud sustentan tan dolorosa situación? Para entender esto se necesita empatía entre quienes pueden hacer los cambios. Levinas lo descubre de forma excelente: “La ética descansa en el temor a lo precario de la vida”.

Publicado en el diario La Prensa, de Panamá, el 9 de septiembre de 2022

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