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Cuando en 1914 –nos relata la historiadora Nadja Durbach- J.W. Ballantyne, un especialista en cuidado antenatal, señalaba que Inglaterra y Gales estaban “particularmente atrasados con respecto al mundo civilizado, al no registrar los niños muertos antes de nacer”, le preocupaba que no se conociera cuántas muertes eran innecesarias. Más temprano, en 1870, la “Sociedad para la protección de la vida de los infantes” (Infant Life Protection Society) se refería a los crecientes escándalos y prevalencia de abortos e infanticidios. El British Journal of Medicine se preguntaba si estas muertes antenatales se debían a la utilización de “viejas borrachas que se hacen llamar parteras”.

Hoy, en nuestro país, el interés de la identidad para bebés fallecidos en el vientre materno es para establecer un registro. El proyecto de ley “concebido no nacido”, no tiene un interés demográfico, no responde a un problema nacional de infanticidio; tampoco quiere hacer justicia tributaria, no confronta el aborto con instrumentos científicos y no tiene carácter humanista. En nuestro medio, no hay razonamiento para hacer obligatorio un registro de personas muertas antes de nacer o nunca nacidas vivas, entre otras cosas, por la dificultad de reconocer como persona a una sin función cognitiva alguna. Es falso que para que el Minsa “elabore políticas de salud orientadas a disminuir la tasa de muertes intrauterinas” -la argucia malintencionada- necesite conocer el nombre y apellidos del no nacido. Y es una burla aclarar que el registro “ni otorga derechos patrimoniales, sucesorios, de estado ni ningún tipo de derechos…”, cuando es y ha sido así siempre.

Este interés que manifiesta el anteproyecto en su “Exposición de motivos”, por aliviar a los deudos cuando se han violentado, en sus palabras, conceptos de “derechos humanos esenciales que tiene la persona”, cuando “el sueño se rompe” con la muerte intrauterina y, peor, “cuando ese bebé es registrado como no nacido” (entonces, ¿lo quieren registrar así o no?), hace el recorrido de un boomerang: se regresa con más violación de la privacidad, con más dolor al revivir la pérdida sin resucitar al bebé, con la indolencia de hacer un camino común para todos, a pesar de la individualidad y autonomía de una madre.

Quizá habría más empatía y amabilidad si los diputados proponentes reorientaran su energía para honrar los derechos humanos, que parece ahora les preocupan, para acabar con las disparidades de la salud. Si fueran enérgicos con el mandato de la educación obligatoria, gratuita y moderna, no aquella que aumenta costos sociales y no vigila resultados. Si se propusieran dotar viviendas dignas contra el hacinamiento, que facilita el incesto y la violencia en el grupo familiar. Hasta podrían honrar la palabra con los actos y deshacerse de sus oficinas y planillas que nos cuestan tanto, de sus privilegios que solo contribuyen para mantenernos en vilo con la mentira, el insulto y el irrespeto, que tienen atril y tarima en la Asamblea.

Ya las estadísticas y los registros correspondientes de los mortinatos se llevan a cabo aquí en Panamá, desde muchos años antes. No solo se registran los abortos y los fetos muertos en útero, sino que se le pregunta en su momento a la madre de qué forma quiere disponer del cuerpo de su hijo y se le entrega, o el hospital dispone de los restos.

No olvidemos que no pocos de los fetos que mueren en el útero materno mucho antes de nacer, son expulsados o se extraen después de varios días, semanas o hasta alcanzada la gestación a término y, para entonces, ya la muerte ha producido descomposición y reabsorción de tejidos y órganos, lo que deja un espectáculo dantesco de los restos, no un bebé bello y hermoso, que no tenemos por qué exponerlos a la madre para nada y, como si fuera poca la obscenidad y la morbosidad, lo registre con un nombre, horas más tarde, para justificar un disparate legal y no ético. Parece ser que la matemática persecutoria ni siquiera reconoce el dolor de una pérdida y la monstruosa memoria de un ser inimaginable, impresa para siempre.

Es más bien la hora de preguntarnos si la vida debe ser un juego de azar, si el aborto es un resultado o un propósito, hacia dónde ir con la tecnología para hacer padres. Conversemos sobre la investigación de células madre, la clonación y la economía de los tejidos y líneas celulares, la programación de sistemas biológicos o la biología sintética y la inteligencia artificial.

Volviendo a la desafortunada iniciativa de la legislatura panameña, que se caracteriza más por sus camarones que por sus certezas y discernimiento, ésta desnuda su interés de darnos vueltas para maquillar su intrínseco propósito, que no tengo por qué dudar persigue perseguir.

Interesante es el desencuentro marcado que vuelven a lucir nuestros legisladores. En Inglaterra y Gales de los siglos XVIII y XIX, la necesidad del registro de no nacidos vivos obedecía al gran problema de abortos e infanticidios al nacer los bebés. Pasó de voluntario a compulsivo, no perseguía registrar la identidad de las madres ni dar nombre a los productos muertos, fueran embriones, fetos o niños prematuros, a término o cerca del término, sino obtener información para reconocer prevención.

Preocuparse el Estado por las prácticas reproductivas de su población e, incluso, por su actividad sexual privada e íntima, cuando no ha cumplido con la educación integral de la sexualidad humana, es una arbitrariedad de mentes obsesionadas con lo sexual y una hipocresía. Me temo que volver a aquellos siglos de subregistros, no solo es extemporáneo sino una excusa para otros despropósitos, genuinamente sospechados, de la agenda moralista sin moral. Este proyecto no es benevolente y no es una señal de empatía, es todo lo contrario. No trata de dar identidad, sino de identificar y señalar, de perseguir y castigar.

Publicado por el diario La Prensa, de Panamá, el 1 de abril de 2022

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