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“Durante los años de mi entrenamiento he recorrido todas las bases, desde un rincón atrás en el cuarto del paciente, luego cerca de la cama, a la cabecera de ella, al pie de la cama, y, por un breve instante, de vuelta atrás en el cuarto, para recordar maravillada”, así, más o menos, describe la doctora Erica Andrist, los años de su formación y de su práctica, como intensivista pediátrica.

Esta reflexión, “Lo que no le cuento al estudiante de medicina”, publicada en una prestigiosa revista médica, nace de la admiración hacia ella expresada por uno de sus estudiantes de medicina, que rotaba por cuidados intensivos de pediatría. “Yo también fui como la estudiante que piensa lo que yo soy hoy”, confidente, en total dominio y comando del caos alrededor del crítico estado del niño a punto de morir, con la fortaleza para acercarme a los padres y decirles “qué pesar y qué pena, se hizo todo lo que había que hacer, y no se pudo salvarle”.

Para el observador de novo, como lo es un estudiante de medicina, cómo se mueve, cómo dirige, cómo manda y comanda, y cómo actúa con otros profesionales de diversos grupos: médicos, enfermeras, terapistas, radiólogos, fisiólogos, farmacólogos o patólogos, el escenario es de un dinamismo contundente y el intensivista es, sino un mago, mágico, es un genio, es un sabio, es un dios. De cómo arma una intervención o pasa a otra sin demora y con puntual exactitud, cómo recuerda nombres y dosis frente a la urgencia de una muerte anunciada o que le confronta y reta, cómo toma el lugar de alguno otro en alguna situación nueva con autoridad y decisión, hace de esta maravilla de persona, una luminaria en la distancia o en la intimidad de la resucitación de un niño, un ser superior. Resulta ser una persona que no conocía hasta entonces, sin embargo, no se la imaginaba de otra forma, y, seguro, de otro planeta.

Pero la historia de un intensivista no es una de laureles. Hay dudas, incertidumbres, dolor y tristeza, frustración y temores. Hay pesadillas e insomnios, terrores nocturnos y desvelos fríos. Hay un constante ebullir de preguntas buscando el error o una mejor respuesta o decisión. Hay abandono de sí mismo, incomprensión, desarraigo y desesperanza en el umbral de una muerte que no redime, que no se busca, que no es el propósito, pero que permite el descanso. Morir por suicidio entre médicos oscila entre 5-7 veces superior que en la población general o 130% mayor.

¿Qué es lo que la doctora Andrist no cuenta a su estudiante de medicina? Así lo dice ella: “no le cuento lo que ahora sé, que mucho de esta comandancia frente a la urgencia por salvar una vida, es una ilusión, una triquiñuela mágica que cancela el pánico, el pesar y una salva rápida de oraciones en silencio, a quien pueda estarlas escuchando”. “No le digo que detrás de esta ilusión de control total está escondido saber que es posible hacerlo todo correctamente y, aún, perder”.

Y hay muchas otras cosas que no se dicen, que seguro se vivirán en carne propia y se aprenderán: no le dice que entiende por qué el complejo de sentirse Dios; no le dice que todavía tiene temor de ejercer tanto poder sobre la vida y la muerte de los pacientes; no le dice que se siente obligada a mantener cierta distancia de saber que sabe que salvó vidas como un medio de vivir; no le dice que toma decisiones de vida o muerte como parte de la rutina de su trabajo; no le dice que aún tiene temor de ejercer tanto poder, más temerosa de hacer daño cuando las posibilidades son pobres; y se pregunta, pero no le cuenta a su estudiante, si se hizo bien salvando la vida de una niña para que después muriera en la escuela en un asalto de violencia armada; no le cuenta que a menudo dice a sus colegas que “todo fue fácil” cuando realmente no fue fácil, que nunca será fácil, no importa cuánto entrenamiento y cuánta experiencia; no le cuenta que nunca está satisfecha o contenta, que suele sentirse más a menudo culpable que capaz y hábil; no le cuenta que ahora, después de tantos años, reconoce como patológico que no tenga miedo de que se le muera un niño y que no pueda aceptar que encontró un instrumento para apartar de sí misma tanto dolor y desesperanza.

Yo hice una especialidad en la pediatría, la neonatología, que es cuidado intensivo y crítico del niño que recién nace con amenaza de muerte, es la dedicación completa de interminables horas sin días, unas seguidas de otras sin alarmas para recordar sus pasos, necesario ritmo para cuidar la integridad de sus funciones futuras, aunque ello implique, por un breve momento o constantemente, estar trepado en una montaña rusa, yendo a velocidades indomables, cayendo en vacíos, a un alto riesgo de dañarse lo que protegemos y hasta perderlo. Ello se hace comandando, dirigiendo la parada y marchando, como suelo decir. Esta lectura me ha trasladado a revivir mis encuentros con la misma admiración y con el abrazo que le di a esta, mi vida profesional.

No puedo negar que muchos niños prematuros o a punto de morir después de nacer están vivos y sanos por el ejercicio de mis habilidades y conocimientos, sin embargo, también sufrí por la pérdida de la vida de bebés muy pequeños, muy enfermos, vidas que tanto quise rescatar. Este período de heroísmo, de querer jugar a Dios, de vencer al enemigo a toda costa y a todo precio, es lo que me permite hoy dar prioridad al humanismo, a la ética del comportamiento médico en la enseñanza a mis estudiantes de Medicina. Sin embargo, he seguido caminando en mi profesión como si cada día es uno nuevo, cada bebé es uno que ya conozco, cada dificultad es una que ya he andado. No tengo necesidad de probar nada a nadie, sino mi respeto por la intrínseca dignidad de la persona humana. Eso me permite educar mejor a mis estudiantes sobre aspectos que van más allá de la ciencia y el arte del cuidado neonatal, porque entran en el terreno de lo que debemos y no debemos hacer, no solamente, de lo que podemos y no podemos hacer.

Los años en la profesión, escrutados cuidadosamente, hechos no solo con los éxitos, sino también con los fracasos, me permite conversarles sobre el esfuerzo fútil de una resucitación en un bebé de 18 o 20 semanas de edad gestacional, la morbosidad de una entubación traqueal en un niño con una trisomía o malformación letal, o la parálisis brutal del miedo que engendra el desconocimiento y la irresponsabilidad que se pudieron evitar, o el sermón indolente e hipócrita de la ignorancia sobre el sufrimiento ajeno y la moral de impolutos estantes y tribunas, que emergen como sepulcros blanqueados.

Todo esto hay que contarlo a los estudiantes de medicina, contarlo de tal forma que no interrumpa sus sueños e ilusiones, que le fortalezca para enfrentar cada situación con la medida necesaria de conocimiento y ciencia, de maneras y calidez, de respeto y empatía, en fin, del humanismo que debe estar siempre presente en su relación con los pacientes.   Publicado en el diario La Prensa de Panamá, el viernes 24 de mayo de 2024

Pedro Ernesto Vargas

El autor es médico pediatra y neonatólogo.

1 Comment

    • Gema González Reply

      24 mayo, 2024 at 4:48 pm

      Siempre con tan buenas reflexiones de la realidad de l vida y más de vivencias personales…..madre orgullosa del pediatra de los hijos que hoy ya tienen 21 y 17 años. Gracias ☺️ Pedro eres el mejorb

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