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La obesidad es una enfermedad compleja, no es un derecho humano. Se asocia a patrones de alimentación, como en la pobreza, donde el alimento chatarra y rápido (“fast food”) está más al alcance y barato que la comida preparada en casa, o de la opulencia, donde comer es gula u oportunidad de socializar.

Se asocia también a la pobre actividad física, por costumbre o exceso de trabajo para cumplir con el contrato de proveer, y al diezmado sueño y sus rutinas. Y, aparte de los estilos de vida, las enfermedades y el equipaje genético contribuyen en menor frecuencia a la obesidad.

Es, además, una epidemia y un estigma. Su estigmatización se corrige bajo la validación del derecho y dignidad humanos. El derecho humano es respetar al individuo enfermo, como se respeta a la persona. Es necesario entender que la repercusión negativa de ignorar un problema de salud para no lastimar la estima del otro es nociva y duradera. No se trata de lucir todos los cuerpos, de todos los tamaños y densos en propiedades dañinas, como en la obesidad, por congraciarse con un movimiento “inclusivo”.

Este exceso de “inclusivos” nos ha enrarecido la brújula social. Los proponentes del movimiento de los años 1960, “Body Positivity”, dirigido más a las mujeres porque suelen ellas estar más exigidas en su apariencia y belleza, cuyos estándares dictan los hombres, promueven enfocarse menos en la apariencia física de las personas, pero abandonan los conceptos de salud e ignoran que una persona obesa, al igual que una caquéxica, es un ser humano enfermo y no debe promoverse ni su estilo de vida ni sus formas como modelo saludable.

Hoy, los extremos han creado lecturas polarizadoras, o eres o no eres. Resulta que no importa dónde te coloques, eres. Y no es colocarse en el medio. ¡No! Es no colocarse en los extremos sordos, ciegos y escandalosos. Se tiene un cuidado extremo, una obsesión enfermiza y una compulsión hasta violenta, paranoica, como otras enfermedades mentales, para no lastimar, mientras se lastima, cuando se evita pronunciar las palabras obeso/a y obesidad, ya sea para un adulto, un niño o un adolescente.

Esa precaución excesiva está menos presente en el pediatra, pero cae, desafortunadamente no pocas veces, en el extremo donde el silencio y la invisibilidad son dañinos. La obesidad tiene que llamarse por nombre propio y afrontarse.

Hay tres formas contradictorias en el manejo del riesgo de obesidad y el tratamiento médico y social del obeso. Una, hacer juicios a priori sobre su estilo de vida -una forma de estigmatización- cuando lo que está indicado es escuchar, para encontrar juntos el mejor camino hacia la recuperación de la salud. Dos, enfocar la cita médica en los números de la balanza.

Si bien es cierta la necesidad de conocer el peso, la talla y el índice de masa corporal, entre muchos otros asuntos de la historia clínica, un enfoque excesivo de cuánto pesa la persona -como el juicio descalificador- solo conduce a recrear situaciones que ya se iniciaron, muy seguramente, en el temprano hogar del paciente, y que son origen y agravante de la enfermedad, no pocas veces atravesando los linderos de la enfermedad mental. Y, tres, equivocadamente considerar que mejora la autoestima de la mujer gruesa pasear su cuerpo desnudo por pasarelas compartidas con modelos cuidadas y sanas. Contrario a lo que dicen sus promotores, el movimiento positivo del cuerpo no estimula la inclusión sino la obesidad o la caquexia.

Ya hoy día, las palabras “obeso” y “obesidad” describen una situación desagradable para la persona y una descripción despectiva. Es también difícil elegir entre “gordo” o “gorda” y “gordura”, igualmente vocablos rudos, pesados y ásperos.

El derecho humano, para regresar al primer párrafo, es el derecho del niño a crecer y desarrollarse óptimamente. Los padres, entonces, tienen la obligación de “asegurar un estándar de salud, alimentos y oportunidades de jugar” a sus hijos, y los gobiernos deben respetar los deberes y derechos parentales para dirigir este crecimiento y desarrollo óptimos.

Por eso, el Estado razonablemente debe hacer campañas educativas, crear facilidades y estructuras deportivas para que se lleven a cabo con seguridad y regularidad, vigilar que la industria de alimentos y bebidas cumpla con medidas para mitigar conflictos de interés económico con los intereses de salud o que exista un currículo escolar donde la actividad física no sea un recreo sino una asignatura y haya en cada escuela campos de juegos y gimnasios para el ejercicio físico y se dispensen solamente alimentos probadamente saludables.

La urgencia de no discriminar a la persona obesa ni estigmatizar la obesidad es cierta; aceptar el tratamiento de la obesidad y sus comorbilidades, como derecho de toda persona con obesidad, necesita ser enfatizado y no es una señal de no aceptación de la persona, y reconocer que los comportamientos en el comedor del adulto, su vida sedentaria, la tecnología que le secuestra el día y la noche, la promoción descarnada de ofertas de pobres alimentos por la industria de la desnutrición y las necesidades económicas de no pocas familias inciden negativamente, durante la niñez, en los malos hábitos que llevan a alcanzar temprano pesos excesivos con muy altos costos sanitarios, sociales e individuales.

No cabe promover posturas de “positividad” con las formas y volúmenes de los cuerpos humanos para ser políticamente correctos o para que seamos parte honorable de esos movimientos de extremas, que le cambian el significado a las cosas creyendo proteger la autoestima de las personas. Allí no cabe lo de Body Positivity, que incluso ya comienza a sentirse un movimiento tóxico. “No es destruyendo y borrando las palabras que vamos a ayudar a ser más respetuosos e inclusivos”, como señalara hace algunas semanas el escritor Carlos Fong. Por ejemplo, “mi obeso” reemplaza pobremente a “mi gordo” y tiene 0 de cariño. Comunicar los riesgos de la obesidad requiere diálogo, no pasarelas.  Publicado por el diario La Prensa, de Panamá, el viernes 17 de marzo de 2023

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