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Es frecuente escuchar que “la vacunación es una víctima de su propio éxito”. Esto solo es cierto si ese éxito implica la producción desenfrenada de opiniones sin hechos que las respalden, generando polémicas estériles, motivadas más por la diversión o por intereses políticos, ideológicos o religiosos que por la ciencia. Esos mercaderes de la duda, promotores de la cultura de la irracionalidad, cómplices de la ignorancia o ignorantes en sí mismos, actúan como en el Londres de la era victoriana y eduardiana, en la intersección entre la eficacia y seguridad de las vacunas y el abuso del poder y las restricciones a las libertades públicas.

Volviendo a la afirmación popular sobre el enemigo de la vacunación, la historia que sucintamente voy a exponer podría haber sido la de personas que no tuvieron la oportunidad de Robert Janko, quien, mientras hacía fila fuera del hospital con cientos de vecinos para recibir la vacuna inactivada contra la polio del Dr. Salk, pensaba en los niños en las salas de ese hospital, paralizados por la enfermedad y auxiliados para respirar con pulmones de hierro. Sin embargo, esta es la historia de un investigador educado pero delincuente. Es necesario conocerla para esclarecer dos aspectos de interés prioritario para quienes se vacunan: (1) cómo y (2) por qué se propaga la desinformación sobre la eficacia y la seguridad de las vacunas; y, para nosotros los médicos, cómo podemos educar a la población para que distinga ciencia de opinión.

Para mí, y me extenderé en este artículo, el gran enemigo de las vacunas emergió y exacerbó el sentimiento negativo con el tristemente célebre y fraudulento estudio de Andrew J. Wakefield, un único estudio que se viralizó con la velocidad del rayo, como se viralizan hoy en día las teorías conspirativas más inverosímiles y dañinas, asociando trastornos intestinales y neurológicos con el autismo y la vacunación con MMR (sarampión, paperas y rubeola). Esto ocurrió el 28 de febrero de 1998, en un “Informe Temprano”, con el apoyo imprudente de la respetada publicación científica inglesa The Lancet, que más tarde se retractó de la publicación de tal delito.

El estudio incluía hallazgos históricos y clínicos de 12 niños anónimos, “admitidos consecutivamente”, de entre 3 y 10 años de edad, con una edad promedio de 6,6 años, que habían sido internados en la sala de gastroenterología pediátrica del Royal Free Hospital de Hampstead, al norte de Londres, por síntomas gastrointestinales: dolor, diarrea, distensión por gases, en algunos casos de intolerancia alimentaria, y “con una historia de desarrollo normal seguido de la pérdida de habilidades previas, que incluían lenguaje o comunicación, junto con diarrea y dolor abdominal”. Admitir 12 pacientes con estas condiciones de forma consecutiva parece más un caso de haber sido contactados para ser admitidos consecutivamente y permanecer en el hospital durante una semana para todas sus evaluaciones. Según el informe, todos los niños fueron evaluados por especialistas en gastroenterología, neurología y desarrollo, esta última evaluación revisada en sus historiales médicos. Además, se les evaluó mediante la visualización directa del intestino delgado y grueso (ileocolonoscopía) y biopsias tomadas durante el procedimiento, resonancia magnética, electroencefalograma y punción lumbar.

También se realizaron estudios del tracto gastrointestinal contrastado con bario, “cuando fue posible”, y se documentaron minuciosamente sus historiales de vacunación. Esto sugiere que se buscaba alguna relación con las vacunas recibidas. De hecho, primó la relación cronológica que 2/3 de los padres (8 de 12 niños) establecieron entre los síntomas de deterioro cognitivo y la vacuna contra el sarampión, paperas y rubeola. Como en todos los 12 niños también se encontraron anomalías del tracto gastrointestinal, como crecimientos anormales del tejido linfático y úlceras en la mucosa (“hiperplasia nodular linfoide con ulceración aftoide”), fue conveniente relacionar lo uno con lo otro, sin importar que, en algunos niños, los síntomas aparecieran solo 14 días después de la vacunación con MMR, y rebautizar esto como “autismo regresivo” para dar lugar al fraude que se había gestado años antes.

Wakefield, presentado como un investigador independiente, fue contactado dos años antes de esta publicación por el abogado Richard Barr, interesado en especular contra la industria farmacéutica. En otras palabras, Andrew J. Wakefield estaba secretamente en su nómina, cobrando 150 libras esterlinas por hora, que se depositaban en una cuenta de su esposa y totalizaron alrededor de 750 mil dólares estadounidenses, más gastos de viajes y otras obligaciones. Esto no incluye lo que Wakefield recibió por el hecho de estar conduciendo un estudio de este tipo.

Barr pagaba con fondos del Reino Unido destinados a que la gente pobre tuviera acceso a la justicia, y se calcula que, al cambio de 2014, la suma repartida entre abogados y doctores fue de unos 56 millones de dólares. Más tarde, se descubrieron otros conflictos de interés, entre ellos, que el mismo Wakefield estaba trabajando en la producción de una vacuna contra el sarampión, que anunció en junio de 1997 como un reemplazo para la vacuna atenuada MMR, lo que hace pensar que se trataba de una vacuna inactivada. Los astros se alineaban y solo faltaba que explotara la galaxia. Y así ocurrió. Andrew J. Wakefield apareció deslumbrante en auditorios estadounidenses y en las pantallas de televisión, de la mano de CBS. Era noviembre de 2000. Era el programa 60 Minutes. Ahora ya hablaba de “la epidemia de autismo”. ¡Boom!

Se expandió la onda explosiva y ahora el autismo ya tenía origen: todas las vacunas, el alto número de vacunas —entonces, 10 vacunas en 26 inyecciones en los primeros 3 años de vida— que se daban a los niños. ¿Entendemos ahora por qué las preocupaciones de los padres sobre estos aspectos? Fueron sembradas en la sociedad como la autoridad corrupta siembra pruebas contra personas inocentes.

Como no podía faltar la belleza rubia, emergió Jenny McCarthy, mejor conocida en su desnudez que por su contribución a la ciencia, quien incluso más tarde se atrevió a decir que tenía un hijo autista como resultado de la vacuna MMR y que lo había curado con la quelación, un recambio sanguíneo “para remover metales”, que realmente no pueden removerse porque están fijos en los tejidos. Estaba en boga ahora relacionar el autismo con las concentraciones de mercurio en algunas vacunas.

Hasta 2001, las vacunas contenían timerosal para prevenir el crecimiento de algunas bacterias. Este es un conservante basado en etilmercurio. Todo lo que producía era un enrojecimiento ligero en el sitio de la inyección, porque no es neurotóxico y es eliminado rápidamente por el cuerpo humano. Ya las vacunas no contienen timerosal. Se eliminó de ellas para eliminar el ruido, aun conociéndose que ningún estudio ha demostrado ninguna conexión entre el timerosal, el mercurio y el autismo. Y, además, la vacuna MMR nunca contuvo timerosal. Es importante que usted conozca que el mercurio tóxico para el cerebro es el metilmercurio, que se encuentra en ciertos tipos de pescado de aguas profundas y que, con exposiciones altas y frecuentes, es tóxico para el ser humano.

También es importante señalar que los resultados de Wakefield nunca han sido replicados. En ciencia, una hipótesis para convertirse en ley debe replicarse en varios estudios diseñados de la misma forma. Esto no ha ocurrido con este “Informe Temprano”. Esta historia es la herencia de la enfermedad y la vulnerabilidad de los niños que un investigador sin escrúpulos y una turba de antivacunas, que conocen la verdad pero no tienen ética ni moral para revelarla, han dejado. El enorme fraude que resultó ser Andrew J. Wakefield victimizó la vacunación.  Publicado en el diario La Prensa de Panamá, el 16 de agosto de 2024

(Continúa)

El autor es médico.

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