La desinformación médica es una amenaza de salud pública, porque siembra irreparable desconfianza en la relación médico-paciente. Dos elementos la magnifican hoy: las redes sociales y la politización de la salud.
La empresa médica ha desarrollado estructuras para proteger a las gentes y asegurarse que pueden diferenciar quién sí y quién no es confiable como profesional de la medicina y del conocimiento científico. Estas estructuras incluyen: una educación vasta y continuada, la expedición de licencias para la práctica médica y la certificación de conocimientos por un panel de expertos.
La educación médica no solo debe ser vasta sino una que se revisa periódicamente para adecuarla a las llamadas competencias académicas como a las condiciones sociales de cada país y región. Esto en ningún momento significa entregar la ciencia a la política ni a las ideologías del momento, sino honrar el compromiso con el contrato social, donde la equidad y la no discriminación son baluartes de atención, que respeta la dignidad de las personas, cumple con las necesidades de salud preventiva, curativa y paliativa de los pacientes, y atiende los determinantes sociales de la enfermedad. Aquí es importante señalar que quien confiere el título de médico es la escuela de medicina y no el Estado ni un grupo académico o profesional.
La implementación de la licencia médica para ejercer la profesión es un asunto del Estado o de la provincia. El reconocimiento de los estudios de medicina pasa por el reconocimiento de los programas de ciencias y humanidades, que honran resultados reproducibles que pasan por la criba crítica y cuidadosa de la revisión de pares. Esos programas deben ser comparables con los nacionales y los nacionales, con los avalados fuera de las fronteras. Un camino hacia la homogeneidad a pesar de estar construido en la heterogeneidad de la enseñanza médica. Cuando una escuela de medicina no ha sido “aprobada” por quien da la idoneidad, entonces sus programas de enseñanza deben ser evaluados para su aprobación o desaprobación.
La protección de la libertad de expresión no debe extenderse a permitir discursos dañinos y contrarios a la enseñanza de la medicina probada que, a la postre, desembocan en la muerte por enfermedades prevenibles.
La certificación de conocimientos es otra cosa y no es lo mismo que la licencia para practicar la profesión. Si un sistema de salud exige la certificación y la recertificación para ejercer la profesión, es su decisión, independientemente de otros créditos y méritos. En Estados Unidos, por ejemplo, la certificación es voluntaria, como lo es la recertificación, pero es un galardón más en el currículo médico. En la medida que las instituciones médicas y académicas le dan importancia a la certificación y a la recertificación, estos instrumentos se convierten en señales de suficiencia y excelencia en el ejercicio de la práctica.
¿Por qué toda esta exposición, cuando lo que me interesa es contestar la pregunta de si lo que el médico habla, constituye práctica médica? Porque la protección de la libertad de expresión no debe extenderse a permitir discursos dañinos y contrarios a la enseñanza de la medicina probada que, a la postre, desembocan en la muerte por enfermedades prevenibles. Porque las teorías de conspiración tienen mentes diabólicas y brillantes detrás de sus escándalos dirigidos a producir desconfianza, incertidumbre, desasosiego y daño y para que desconozcamos la verdad. Esos discursos deben prohibirse de la misma forma que se prohíbe la propaganda comercial fraudulenta, que termina con el engaño y el daño al confiado cliente. Esos discursos inexactos, falseados, nocivos, irreverentes hacia la ciencia y la verdad son repugnantes y deben ser regulados o prohibidos por grupos de expertos que, en la medicina, serían esos mismos que dan las licencias médicas.
La salud pública es una responsabilidad de todos los ciudadanos. El discurso contra la salud pública, salga de la boca de galenos o de grupos organizados, para divulgar medias verdades, falsedades y realidades alternas y así cumplir con sus aviesos propósitos, alcanza hoy día poblaciones y distancias nunca sospechadas, en tiempos inmediatos y, lastimosamente, no fugaces. Y esto, precisamente, no es otra cosa que una victoria pírrica de las democracias; no por ello, debe pasar agachada. Bien lo señalan los médicos Richard J. Baron y Yul D. Ejnes: “las masas han ido creciendo ‘su verdad’ -la sabiduría de las masas- en esta era de las redes sociales, cuando la ciencia ha sido politizada”.
La desinformación médica es un serio y grave problema de salud pública. No puede permitirse y menos desde la iniciativa de médicos. Aparte de poner en riesgo a las instituciones médicas, que con tanto esfuerzo se han edificado, pone en riesgo de enfermedad y muerte a la población. A pesar de todo esto, no es fácil determinar cómo detener la marcha de este desafortunado propósito. En medicina, la información no siempre es completa, pero esto no faculta para falsear aquella que se conoce bien y que se basa en la evidencia probada.
Parafraseando a los autores mencionados, ¿cuántos más muertos por covid-19 necesita el Minsa para empoderar las instituciones de salud de tal forma, que la población conozca quién y quién no disemina información basada en evidencia?
Publicado por el diario La Prensa, de Panamá, el 3 de junio de 2022.