- Jun 2, 2020
- Pedro Vargas
- Ciencia, Cultura médica, Investigación, Investigación Research, Otras Lecturas, Práctica Médica
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En lugar de destruir neuronas en un horno donde se cuece a la Ciencia con ingredientes tan ácidos como la ignorancia y tan repudiables como el odio, prefiero revisar lo que aprendí sobre las formas cómo la ciencia se hace, pasando por la evidencia probada, que seguro tocará los niveles de evidencia científica.
La ciencia no es solo conocimiento o sabiduría, es intentar y errar, es descubrir lo inesperado y probar lo sospechado, es imaginar, es iluminar. La ciencia es mirar. Ramón Folch[1], en su libro que lleva el nombre de este escrito, nos recuerda un pasaje de Atlantic City, cuando el viejo jugador le pregunta a la muchacha canadiense, ávida de saber: “Usted que desea, señorita: ¿conocimientos o sabiduría? Si no hay cultura científica tampoco habrá una respuesta a la pregunta, porque, como dice Folch, anterior a la cultura científica, no es posible la divulgación de la ciencia.
Si empiezo diciendo que la ciencia desconfía de la sabiduría, alguno dirá “vez, la ciencia no es conocimiento”. ¿Qué tal afirmar que la ciencia desconfía igualmente del conocimiento? Esto es lo que no se entiende cuando no se conoce qué es la ciencia y qué es el método científico: el proceso de la ciencia, aquello que ampara la aventura del “trial and error”, el coraje de corregir, la coherencia de continuar preguntándose, aún cuando hubo el encuentro con “la respuesta”. Si no se entiende la ciencia como un proceso, no se confía en ella tampoco. Pero no se me entienda mal, la ciencia también es un cúmulo de conocimientos.
“El método científico” es un proceso sistemático que confronta una y otra vez, muy cuidadosamente, una hipótesis mediante repetidas pruebas que, eventualmente, reproduzcan los resultados de estudios similares. Cuestionarse, diseñarse, probarse, analizarse, equivocarse, dudar, repetirse, reproducir, volver a cuestionarse. Solo el hombre o la mujer de ciencia conoce lo duro y difícil que es llegar a conocer algo, qué fácil es equivocarse, como lo señala Richard P. Feynman[2].
No es tampoco un círculo vicioso, es una concatenación de descubrimientos y aprendizajes que llevan a otras preguntas, pero no se puede esperar que la ciencia lo resuelva todo o tenga todas las respuestas. Aparte de irreal, será aburridísimo. Y, aquel hombre o mujer de ciencia cuando duda, le da validez a la ciencia. En otras palabras, la ciencia no es infalible y los hombres y mujeres de ciencia no son infalibles. Quien se cree infalible no pertenece ni puede pertenecer a tan absorbente mundo que mira, que busca, que duda y que no cree, porque una vez que cree se le agota la fuente de dudar.
En la práctica médica basada en evidencia se reconoce que existe una jerarquía de la evidencia porque no toda evidencia es la misma. Esto es la aceptación de que la información que genera conductas no es anecdótica sino probada por metodologías que le dan fortaleza estadística. Así se construye una pirámide, en cuya base la calidad de la evidencia es débil y el ápice es la forma con mejor calidad de la evidencia, que son las revisiones sistemáticas y los meta análisis. En el medio de la pirámide se contemplan los estudios observacionales de cohorte, controlados, y los ensayos randomizados o al azar, controlados.
Esta caracterización de la fortaleza del diseño del estudio se enfrenta a situaciones varias por lo heterogéneo de los estudios clínicos, su metodología o sus estadísticas. No queriendo entrar en esta discusión, la pirámide clásica es suficiente para que el lector comprenda por qué un estudio tiene menos validez que otro para modificar manejos o tratamientos, por ejemplo. Ese estudio con menor validez está en la base de la pirámide, no importa cuántos sujetos comprenda. Es como aquel médico que dice “yo he recibido 10,000 bebés y ninguno está enfermo”, cuando no ha consignado la información a lo largo del tiempo, de todos y cada uno de ellos, ni ha definido que es estar o no enfermo. La anécdota es atrevida y es peligrosa en la práctica médica, y la investigación que no observa el método científico no puede tener un diseño que le de virtud a sus resultados, con lo que entra en la categoría de una experiencia personal o una anécdota.
Repitiendo a Feynmann, “el científico tiene mucha experiencia con la ignorancia y la duda y la incertidumbre, y esta experiencia es de gran importancia”. Cuando el científico no conoce la respuesta a un problema, él es ignorante. Cuando él tiene una corazonada sobre el resultado, él no es asertivo. Y, cuando él está muy seguro de cuál será la respuesta, él tiene alguna duda”. El hombre y la mujer de ciencia reconoce su ignorancia y no teme en dudar.
En esta pandemia han surgido hombres y mujeres hacedores de opinión, teóricos de conspiración, infalibles, rectos y sabios que no se equivocan, prematuramente adelantados a los descubrimientos que se irán dando, atrevidos en el tratamiento y manejo de lo que no conocen bien o nada. Y, encima de todo esto, etiquetan a hombres y mujeres de ciencia como irresponsables. Como dicen muy bien Jean M. Twenge y W. Keith Campbell[3]: “nos encanta etiquetar el comportamiento ofensivo en otros, para diferenciarlos de nosotros”. De un narcicismo desnudado.
[1] Ramón Folch: El Vicio de Mirar. Pasiones y paisajes de un ecólogo. Editorial Planeta, S. A., 2000 Córcega, Barcelona (España).
[2] Richard P. Feynman: The Pleasure of Finding Things Out. Perseus Books, 1999. Cambridge, Massachusetts
[3] Jean M. Twenge & W. Keith Campbell: The Narcissism Epidemics. Living in the Age of Entitlement. 2009. Free Press. A Division of Simon & Schuster, Inc. New York, NY 10020