- Dic 7, 2020
- Pedro Vargas
- Coronavirus, COVID-19, Enfermedades infecciosas, Epidemias, Epidemiología, Pandemia, Para Doctores, Salud Pública, SARS-CoV-2
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No me es fácil aceptar que, el efecto del confinamiento se mide con la reducción o no de muertes por COVID-19 o, que están en relación directamente proporcional el confinamiento y la mortalidad, aunque en condiciones de pobreza y hacinamiento, de viviendas de un cuarto y un techo, sin agua disponible y condiciones higiénicas paupérrimas, y con familias numerosas, tampoco es fácil confinar sin contagiar y enfermar, respirar sin contagiar y enfermar.
Creo que hay poca oposición a la respuesta de no continuar con medidas duras para mejorar las cifras de enfermedad y muerte por la pandemia de COVID-19. Entendiendo por duras, medidas que limitan seriamente la libertad de movilización y de reunión de las personas. Prevenir y mitigar los efectos de la pandemia en marzo, ha requerido de una urgente atención, para lo cual no todos los países estaban en las mismas condiciones de hacerlo exitosamente, por la variedad o lo heterógeneo de la preparación de sus estructuras de salud pública. Pero decir que el confinamiento, entonces, no fue eficaz, es impreciso.
El confinamiento severo no es saludable. El ser humano es gregario, no es solitario ni aislacionista. Un sostenido aislamiento social y laboral tiene y ha tenido serias consecuencias en la salud mental, en la función y la biología humanas, como en la salud económica de los individuos y de las naciones. Es necesario re evaluar estas decisiones y explorar o enfatizar mejores alternativas para disminuir la contagiosidad de la infección, el agravamiento de la enfermedad, mejorar la disponibilidad y localización de recursos humanos y hospitalarios donde atender a los enfermos.
Pero no puedo estar de acuerdo en señalar, retrospectivamente, que el confinamiento no ha servido porque países como el nuestro, como el Perú, o la Argentina, “donde el confinamiento fue temprano y severo”, tiene onerosas figuras de enfermedad y muerte. No es el confinamiento ni la gravedad del confinamiento. Resulta ser, que la enfermedad y la muerte por COVID-19 no es un asunto que con certeza se pueda atribuir a un solo factor.
La respuesta de Suecia a la pandemia de COVID-19, para construir una imposible inmunidad de rebaño, fue un fracaso y un desastre[1]. En lugar de tomar medidas para proteger a la población optó por no sugerir ni aplicar ninguna medida de higiene, de distanciamiento físico, de utilización de máscara facial en la esperanza de crear una inmunidad de rebaño. Aquí se faltó, incluso a la ética. Suecia no es un ejemplo para sugerir medidas de mitigación o de prevención. Hoy, Suecia ocupa el lugar 22 entre los países con mayor rata de muerte per millón (681.25), un puesto debajo de Panamá, que tiene una mortalidad de 739.68 por millón de habitantes[2]. Quienes salvaron vidas con una cuarentena temprana, uso extenso de pruebas diagnósticas y trazabilidad fueron Dinamarca, Finlandia, Noruega, Corea del Sur, Japón y Taiwan. Contrario a lo que se sugiere, la cuarentena no fue total en Brasil, México, Perú, España, los Estados Unidos y el Reino Unido. Las cifras de casos y muertes son bien conocidas. En Suecia no hubo solo una confianza exagerada en la inmunidad de rebaño sino también en la responsabilidad individual cuando se requerían iniciativas centradas en la comunidad.
Las cifras de incidencia de casos de COVID-19 diferentes (20.7 y 278 por millón de habitantes, en agosto de 2020)[3] de países como Taiwan y Nueva Zelandia respectivamente, no se atribuyen a las severas medidas de confinamiento tomadas por Nueva Zelandia, sino a lo robusto de las estructuras de salud de Taiwan. Estructuras en existencia que, ante la seria urgencia le permitieron a las autoridades de salud de Taiwan, una coordinación pronta y eficaz, particularmente, en las áreas del tamizaje o pesquisa temprana, eficaces métodos de aislamiento y cuarentena, tecnología digital para identificar casos potenciales, y uso universal de la máscara facial. Esta respuesta vigorosa y temprana le permitió a Taiwan no tener que recurrir a un cierre total de la nación, como tuvo que hacer Nueva Zelandia.
Singapur también estaba preparada para el COVID-19, por las lecciones aprendidas en el año 2002 con el brote por SARS-CoV. Mediante 900 clínicas de respuesta y preparación rápidas (PHPCs: public health preparedness clinics) en todo su territorio[4], se pudo filtrar qué pacientes con síntomas respiratorios severos tenían que ser referidos y evaluados a hospitales con especialistas en enfermedades infecciosas, se hizo una pesquisa seria por fiebre en los puntos de entrada al país, se distribuyó máscaras faciales a todas las personas para ser usadas por todos y así protegerse de individuos asintomáticos, positivos por SARS-CoV-2 y en más de una ocasión recurrió a variadas formas de confinamiento, probado que el confinamiento disminuye la trasmisión comunitaria, permite la identificación de brotes de infección, facilita la trazabilidad de contactos
Uruguay, es cierto, no impuso un confinamiento obligatorio, sin embargo, se le explicó a la población qué medidas, entre ellas aislarse voluntariamente en sus domicilios, y por qué, serían eficaces para controlar la contagiosidad de este virus. Los uruguayos se confinaron en sus casas por 6 o más semanas (información personal) y, además, el gobierno dispuso de una subvención monetaria suficiente para las necesidades básicas de alimentos y aseo, a todas las familias que lo requerían y por un tiempo similar. Quizás, ese enfoque de ciencias sociales, fue importante.
También es importante puntualizar que la reapertura brusca y rápida solo trae un aumento de casos de enfermos y hospitalizaciones con más muerte. La reapertura gradual ofrece resultados como menor número de infectados y muertes. Aún más, si por razones de la economía y el trabajo, la reapertura se hace bruscamente, al menos si se aplica a ciertos grupos y no a todos, se puede lograr una reapertura ordenada con menos riesgos de enfermedad y muerte[5].
Tengo que compartir la afirmación noruega de que “una visión de cero riesgo no es realista”, porque, al fin y al cabo, depende de la condición y el comportamiento humanos y no solo de la agresividad de un organismo extraño, pero agrego, no considerar los riesgos es una visión miope. El virus está aquí para darle la bienvenida a otros tan nocivos como él, si no hemos aprendido de riesgos y cómo evitarlos, no hemos aprendido nada.
Pendiente queda mi punto de vista sobre la escolaridad y la reapertura de escuelas, que ya he esbozado anteriormente en uno de mis artículos en este sitio. Adelanto que la Sociedad Panameña de Pediatría sí se ha pronunciado sobre esto, como hemos hecho algunos pediatras y, que las condiciones de las escuelas en Panamá no son las de las escuelas en Europa o en los Estados Unidos, por lo cual no correcto ni prudente extrapolar información y resultados de otras latitudes, a nuestra realidad escolar.
[1] Kelly Bjorklund & Andrew Ewing: The Swedish COVID-19 Response Is a Disaster. It Shouldn’t Be a Model for the Rest of the World. TIME, October 14, 2020
[2] Health, Pharma & Medtech > State of the Healath
[3] Summers J, Chen H-Y, Lin H-H et al: Potential lessons from the Taiwan and New Zealand health responses to the COVID-19 pandemic. Review Article. The Lancet Regional Health. Western Pacific. Volume 4, 100044, November 01/2020. Published October 21, 2020.
[4] Kuguyo O, Kengne AP & Dandara C: Singapore COVID-19 Pandemic Response as a Successful Model Framework for Low-Resource Halthe Care Settings in Afrina? OMICS: J Int Biol, 2020; 24(8). 3 Aug 2020
[5] López L y Rodó X: The end of social confinement and COVID-19 re-emergence risk. Nature Human Behaviour, 22 June 2020. 4:7460755