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“…este proyecto tiene 2 consultas, una, con 22 personas del vecindario, y la otra, cuando me eligieron en mi cargo”.  Soberbia y soberbio.

Hay definiciones variadas de lo que es una consulta pública pero no se necesita ser doctor en jurisprudencia, para ser prudente y decir que es (1) una conversación, no una encuesta, (2) sobre un asunto público que compete a todos y no solo a los amigos y familiares, menos a personas secuestradas por favores políticos (3) para optar o rechazar, de varias propuestas o una, y (4) que comienza con escuchar.

La responsabilidad en el ejercicio del servicio público cuenta con varios enemigos, uno es la democracia, el otro es la concepción de que al cargo se le busca un individuo y no que al individuo se le encuentra un cargo. Si el funcionario público no entiende que la solución a problemas que afectan a todos, se busca en la consulta con la mayor cantidad de esas personas, es porque su autoritarismo o su narcisismo se lo impiden.    La voz política de las gentes emana de las gentes, no de la sorda opinión de un electo en un cargo público.  Aquí, a cada rato, los elegidos se toman arbitrariamente la voz de las gentes sin consultarlas, porque fueron electos en un proceso plagado de promesas y mentiras.   No es cierto que la consulta y el rendimiento de cuentas se acaba cuando se cierran las mesas de votación.  Las personas que eligen merecen respeto, tienen dignidad, tienen prioridades que divulgar y están en su derecho de reclamar que se les escuche, se les tome en cuenta y se honren las promesas hechas al calor de la búsqueda desesperada y unidireccional, del voto popular.

Lo primero que hay que saber es que la deliberación pública, la del interés de las gentes de una ciudad -que no son las que viven en la calle aledaña- no es solamente una entre expertos, con cifras y gráficas que espelucan el cuerpo al ser común de nuestros barrios.  Que lo embolatan.  No, no es eso. Es una conversación para escuchar sobre pretensiones y necesidades, sobre propósitos y sus orígenes, sobre posibilidades y objeciones, sobre tiempos y obstáculos, sobre ganancias y pérdidas.  Entre más inclusiva, entre más gentes participen de la conversación, más legítima y razonable será la decisión.

  El primer estudio que la autoridad debe presentar a la mayor cantidad de personas afectadas por un proyecto, es el estudio que revela lo que le importa a la gente, qué es lo que interesa a esas gentes, lo que le es prioritario. Nada que ver con lo que le interesa al proponente.  Solo, cuando el cabildo descubre que se discute lo que el cabildo ha señalado que le interesa, entonces se inicia la conversación.  Lo más importante de la consulta pública es el público, es la gente, no la autoridad, no el arquitecto, no el ingeniero, no el administrador, no el gerente, no el director, no el ministro ni el alcalde.  Claro como el agua es que resulta muy difícil sino imposible cumplir con esto, cuando y donde la arrogancia de quien o quienes se creen superiores, impera.

Los valores de las gentes en la comunidad solo se conocen en la medida que se les conoce, que se les escucha, que se les atiende con sinceridad.  El funcionario, elegido o empotrado, que no practica humildad para aprender, paciencia para esperar, prudencia para hablar pierde legitimidad.

La consulta pública debe ser una libre, no atada a intereses ajenos ni a condicionamientos vulgares.  Merece y requiere un razonamiento ético sobre el asunto tratado y las circunstancias que se dan, no el mazo del poder político, y un juicio sobre ello antes de tomar una decisión. No es aquello de que “quien se encuentra algo se lo queda”.  Así sugerido y planificado resulta ser un proceso inmoral, como muchos mercadeos, porque para elegir entre bienestar y malestar, las decisiones morales toman en cuenta principios, emociones, valores y creencias de las gentes.  La búsqueda y honra del bien común, la calidad del proceso, legitima la democracia deliberativa.

Publicado por el diario La Prensa de Panamá el 9/2/22

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