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“No dejarse conmover por los pobres” requiere otro ser humano.  Uno que nunca vivió la pobreza y la enfermedad, o que no miró siquiera a su lado, para conocerla y conocer al Otro, enterrado en casuchas frías y húmedas, condenado a morir más temprano de hambre e infecciones, a no conocer las letras que se hicieron para escribirlas y para leerlas.  Otro que, a pesar de haber crecido en ella, la pobreza lo avergüenza más que los delitos para salir de ella.

 

En algún momento en estos días anteriores, escudriñando entre los 90 días que nos anteceden, me cuestioné ¿por qué tenemos hoy las cifras de enfermos y de muertos que, hace unas semanas antes, pensamos no alcanzaríamos tan temprano?  ¿Por qué entre las personas que leo en las redes hay una queja cacofónica sobre la cuarentena, sobre la pérdida de las libertades, sobre la inconstitucionalidad en el país? ¿Por qué, a pesar de lo anterior las calles están llenas de autos y los lugares, de gentes?  No puedo dejar de considerar que la corrupción tiene un lugar particular en nuestra sociedad.  Esas cifras no son el resultado de aperturas parciales del comercio y movilidad, son el resultado de tránsitos prohibidos desde antes y burlados por actos, algunos legales, pero otros ilegales, ya sea por tráfico de influencias o falsificaciones, como los salvoconductos.

 

Sin embargo, ¿dónde están las quejas de esos mismos ciudadanos que nos alertan de lo indebido de medidas higiénicas, por la pérdida de libertades de quien para entrar cumplidamente a sus labores a las 7 a.m. tiene que regirse como esclavo a salir de su casa a esperar un transporte hacinado 3 horas antes, o que regresa a su hogar después en otro largo camino de tantas horas? O, ¿por aquel en una cama de hospital, cuando no muere hoy por COVID-19, quien yace boca abajo conectado a un respirador por varias semanas, y sin libertades?  ¿Por qué, aquellos mismos, no han denunciado la inconstitucionalidad cada vez que se pisotean los Derechos Humanos del anciano, la mujer y el niño, de cada vez que la inequidad aumenta las cifras de hambre, de iletrados, de enfermos, de delincuentes?  Las disparidades de salud que vemos hoy, son el producto de las disparidades en la sociedad.

 

La opción y decisión por cuarentena no tienen autoría nacional, es universal y basada en los cálculos por hombres y mujeres de Ciencia cuando frente a una epidemia desconocida, que ha revelado también ser inesperada en cuanto a las proyecciones que se han venido esgrimiendo de años atrás, tuvieron que enfrentarse a un desarme químico: ni medicinas ni vacunas, y a un horroroso escenario dantesco y cercano -que se hizo real en países como Italia y Ecuador, por ejemplo- de que los enfermos superaran rápidamente las capacidades de los hospitales, la tecnología de las unidades de cuidados intensivos, el número y cansancio de médicos, enfermeras, terapistas de la respiración.  Muertos en las calles y portones de las casas donde hasta varios días antes -y hasta una semana antes- habían vivido y compartido con familias y amigos, porque ni siquiera había capacidad para recoger los cadáveres.  Furgones aparcados en las aceras colindantes a los hospitales, para transportar los muertos sin compañía, ni familiares, ni despedidas.  Todavía hay gente “y hasta bonita”, de no solo una crasa y peligrosa ignorancia, que retan a las autoridades y se aglomeran, no usan máscaras, no se lavan las manos, siguen viviendo del espectáculo.  No es tarde aún para llevarlos a los hospitales a reconocer el lugar donde pueden y como encontrarse enfermos y moribundos.

 

Habrá que repetirlo otra vez, frente al desconocimiento grave del comportamiento infeccioso y la intimidad de la patología que induce en el enfermo y, la sofocante situación de miles y cientos de miles de infectados en tan poco tiempo, sin medios farmacológicos probados eficaces y no nocivos, la salud pública tiene instrumentos que ofrecer, pero requieren que la población sea educada sobre ellos. No se trata de un asunto de docilidad de esa población, como lo enseñan algunos letrados, sino de sentido de civismo, de responsabilidad higiénica y de solidaridad.  Las medidas higiénicas son y volverán a ser: (1) aislamiento social, que es distanciamiento físico y que no implica pero pone a riesgo un aislamiento emocional enfermizo, epítome para los contagios evitables;  (2) lavado de las manos frecuentes, que resuelve en parte los riesgos de llevar el organismo a los ojos, las fosas nasales y la boca con la frecuente y refleja actividad de tocarse la cara; y, (3) el uso de máscara facial, mal llamada “tapa-boca”, con lo que se desvirtuó la razón de su uso.  Estas recomendaciones siguen siendo válidas y se magnifica su importancia frente a las apuradas peticiones de reabrir la actividad comercial para rescatar los daños a la economía, que producen la enfermedad y la muerte, como el cierre de empresas y comercios, el cese de labores y trabajos. Si tan solo se entendiera que sin personas no hay negocios y que abrir hoy para cerrar mañana es un proceso que hay que esperar porque se dará, entonces actuaríamos con conocimiento.

 

Sin embargo, y aquí cada país tiene que estar alerta: la respuesta de las gentes a estas y otras recomendaciones son variadas como son su cultura, su educación, su conocimiento, y, no pueden extrapolarse de un país a otro, ni siquiera dentro del mismo país, y mucho menos de un continente al otro. Este bache no fue calculado.  No se trata de ahora, a posteriori, culpar a las autoridades de los crecientes números de enfermos y muertes, responsabilizar únicamente a los ciudadanos, e ignorar nuestra propia contribución a esto.  Ha resultado muy cómodo y lacerante atacar las decisiones de salud sin conocer absolutamente nada de Medicina ni de Ciencia, sin experimentar los genuinos compromisos de quienes no solo nos cuidan, sino que nos tratan honrando principios para no hacer daño. Y, ha sido precipitado y fácil olvidarse de la pobreza cuando se responsabiliza a quien sale a buscar trabajo y pan, también poniendo a riesgo su salud y su familia.

 

Es mu probable que olvidamos las cifras de empleo informal en el país, desconocimos la real pobreza de muchas de nuestras gentes -que se cuantifica salvajemente en términos de dólares y no de dignidad-, la falta de capacitación de nuestros jóvenes en edad de trabajar y producir. Seguro que, aparte de manejar otro idioma y ordenadores, hay otros métodos para medir y comparar esta capacitación, pero conozcamos qué ocurre en un país que se jacta de ser centro de conectividad (“hub”), moderno, que facilita transacciones, encuentros y desencuentros.  A esto, sumemos efectivamente, esa cualidad de país “hub” y de tránsito, donde se concentran actividades económicas y financieras de todas partes del mundo y donde la participación nuestra es, no pocas veces, solo la de huésped y huésped con innumerables falencias, que siempre hemos querido maquillar con la innegable cualidad de nuestra alegría.  Hoy no hay alegría.

 

Disiento que, cuando no sabíamos que había transmisión humana (recordemos que se habló inicialmente de una zoonosis: una infección transmitida por animal) y, tampoco conocíamos que el virus era uno de trasmisión aérea (“airborne”) se iba poder convencer a las gentes para usar máscaras faciales.  Si hoy, cuando conocemos todo eso, salen los doctores graduados en Google a decirnos que las máscaras asfixian al deportista, que las máscaras enferman más por respirar el propio aire, que las máscaras son un negocio de fabricantes, ¿se imaginan cuánta otra teoría de conspiración aparecería sin conocer mejor algunos de las propiedades de esto virus para ser tan altamente contagioso?

 

Hemos fallado todavía hoy, destinando los dineros nuestros, administrados por el Estado, lejos del camino para lograr que, por los menos un alto porcentajes de la población, estuviera haciéndose pruebas para diagnosticar infectados, para trazar a todos sus contactos y para aislarlos y seguirlos estrechamente.  Sin suficientes pruebas hechas se hace extremadamente difícil predecir la escala de infección y reconocer la viabilidad de recursos hospitalarios y humanos.  Tampoco se puede confinar en habitáculos de hacinamiento a los individuos que seguirán contagiando y enfermando a otros.  Si conociéramos el estado socio económico de las víctimas, quizás descubriríamos el origen de los pobres resultados de contención.  Es importante señalar que las estadísticas sobre susceptibles, infectados, recuperados y muertos no son representativas de las poblaciones respectivas o lo son de forma muy incompleta, y es necesario hacer pruebas y más pruebas, al menos, inmediatamente se tiene un caso positivo.  Es mandatorio no solo conocer el número total de pruebas que se hacen, sino el porcentaje por grupo de edad, condición económica, localización geográfica y resultados positivos.

 

Por esto y otras cosas, endeudar al país para mantener a los ya segregados por la pobreza, aún más alejados de las soluciones urgentes, parciales y temporales, a sus estrechas situaciones económicas, no resolverá para ellos la falta de alimentos, el hacinamiento, la necesidad de salir a la calle para trabajar.  Escenario contrario a lo que ocurre en otros sectores empresariales, donde el empleado puede hacer trabajo remunerado en casa, sin exponerse a la infección y a la contagiosidad.  Y, por lo menos de despreciable, tenemos que calificar los intentos de enriquecerse -empresarios e “influencers” partidarios y amigotes de los partidarios- frente al dolor y la angustia de gente pobre que hace los números feos entre enfermos y muertos en los hospitales del país.  Es de una frustración peligrosa ver cómo los poderes del Estado, todos, en una medida u otra, dejan el desgreño administrativo que pareciera que los caracteriza, en otras circunstancias, para peinarse mejor en estas condiciones de tristeza, pérdida y pobreza.

 

El SARS-CoV-2 no es democrático pero el COVID-19 se comporta con los pueblos y las gentes, como las democracias nuestras. 14/06/2020

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