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“Así es como ha quedado asociado en mi memoria: guerra es cuando papá no está…” “El primer cadáver que vi…fue el de un caballo…Luego vi a una mujer muerta…Eso me sorprendió. Yo creía que en la guerra solo mataban a los hombres”. “En el primer incendio murieron muchos abuelos, muchos niños pequeños, no habían huido junto con los demás porque habían pensado que a ellos nos les harían nada”.  “Rosaditos, los pequeños yacían encima de las brasas apagadas…” “Y después comenzó la hambruna”. “Un día llamaron a comer y no había nada que comer”. “Me pasé toda la guerra esperando a que terminara para poder ir a buscar a mamá”. “Antes de la guerra mi padre tenía una gran familia, con muchos hombres, pero cuando llegamos a la casa solo había mujeres”. “Me he saltado la época de la infancia, he desaparecido de mi vida. Soy un hombre sin infancia. En vez de infancia tengo la guerra”.  “Llorábamos porque nuestra escuela estaba en llamas”.  “Llevo toda la vida recordando aquel día…El primer día sin mi padre”.  “Así que ninguno de nosotros vio a papá muerto. Y nadie lo recuerda muerto”. “Era una ciudad distinta.  Toda en ruinas…, las piedras hechas arena…”. “Vivíamos en una residencia estudiantil; en la habitación éramos ocho. Todas huérfanas. No es que nos hubieran juntado así a propósito, es que había muchos huérfanos”. “Todas las escuelas se convirtieron en hospitales”.  “Me costó acostumbrarme a la sangre.  Me asustaban los heridos con quemaduras. Con esas caras negras…”.  “Durante la guerra no había visto ni un solo objeto infantil. Me había olvidado de que existían los juguetes…”. “Las bombas destruyeron el cementerio. Fuimos corriendo: los muertos estaban fuera de las tumbas…, como si los hubieran vuelto a matar…”.  “Durante la guerra, nosotros jugábamos a “la guerra”.  “Combatíamos. Hacíamos prisioneros. Fusilábamos”.  “Yo crecí sin mi madre…”. “En las afueras nos disparaban a quemarropa.  La gente caía al suelo…Sobre la arena, sobre la hierba…Cierra los ojos, hijo…No mires…me pedía mi padre. Mirar al cielo también era aterrador: de tantos aviones, se vía negro”. “Los cadáveres cubrían el suelo.  Pasó un avión cerca de nosotros…Mi padre cayó y no se levantó.  Me senté a su lado: Papá, abre los ojos. Papá, abre los ojos…”. “Yo no lograba comprender que mi padre ya no se levantaría, y que tenía que dejarlo allí, tal cual, en la carretera, en mitad del polvo”.  “Me arrancaron de él a la fuerza, pero durante los días siguientes, muchos días, yo caminaba mirando atrás, esperaba que mi padre me alcanzara de un momento a otro”.  “¡Y yo que ya había perdido la esperanza de poder vengar a mi padre!”.  “Nadie me había explicado aún que la guerra no duraba un día, ni dos, que podría ser mucho tiempo”.  “Nos tenemos que ir todos.  ¿Adónde? Nadie sabía nada”. “Caían las primeras bombas, yo las seguía con la mirada hasta que tocaban el suelo. Alguien me aconsejó que abriera la boca para no quedarme sorda”.  Teníamos un cubo colgado en el patio.  Cuando el ataque aéreo terminó, lo descolgamos: contamos cincuenta y ocho agujeros. El cubo era blanco; desde arriba seguramente creyeron ver a alguien con un pañuelo blanco en la cabeza y le dispararon…Se divertían…”.  “De entrada parecían gente normal…Yo quería ver cómo eran sus cabezas. No sé de dónde lo había sacado, pero pensaba que sus cabezas no eran humanas…Ya se hablaba que mataban a las personas”. “Cuando empezaban a disparar, incluso los gallos dejaban de cantar y se escondían”. Al cruzar el arroyo cercano vi que el agua era roja. ¡Y cómo levantaron el vuelo los cuervos al pasar!”  “A mi mente infantil no le impactó demasiado la palabra guerra, me asustó mucho más la palabra aviones”. “Cuando eres pequeño…Vives en un mundo diferente, no miras desde arriba, vives pegado al suelo.  Desde esa altura los aviones son todavía más terribles; las bombas, más terroríficas. Recuerdo que envidiaba a los bichitos: eran tan pequeños que siempre podrían esconderse en algún lugar, bajo la tierra…”.  “Nos detuvieron a todos y nos metieron en el edifico de la escuela. Nos obligaron a ponernos de rodillas y nos apuntaron con las ametralladoras. Nosotros, los niños, éramos igual de altos que las ametralladoras”. “Resulta que la niña encontró una granada. Y se puso a mecerla igual que a una muñeca. La envolvió con un trapito y la mecía…La madre corrió, pero no llegó a tiempo”. “En nuestra aldea, …una vez acabada la guerra siguieron enterrando a niños durante más de dos años.  Había desechos metálicos de la guerra por todas partes…fragmentos de minas, de proyectiles…Y nosotros no teníamos juguetes”.

         ¡Qué sabemos nosotros de la guerra! ¡Nada! Estos son algunos testimonios de niños rusos de la II Guerra Mundial, como los ha transcrito hace algunos años, la escritora bielorrusa y Premio Nóbel de Literatura de 2015, Svetlana Alexiévich, en su libro “Últimos testigos”.  Siguen sonando esas palabras como de hoy, como comenzaron solo hace dos y medio años en Ucrania y hace un año, dentro de 3 días, en Israel, donde el cielo desgajó buitres.

Los niños de la guerra, los “últimos testigos”, no son solo inocentes, son instrumentos, mercancías donde cobarde y criminalmente se permutan vidas. Donde se atrinchera el terrorista o el soldado, se acoraza para que cuenten más cuerpos de niños calcinados por cada uno de ellos y clame entonces el mundo enardecido y ciego.   Publicado en el diario La Prensa, de Panamá, el viernes 4 de octubre de 2024

Pedro Ernesto Vargas

Pedrovargas174@gmail.com

www.pedroevargas.com

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