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El léxico científico y el alfabetismo médico crecieron con la pandemia debido al nuevo coronavirus del 2019, el SARS-CoV-2. Las historias de “las luchas entre la humanidad y las enfermedades infecciosas”, como lo señala Charles Kenny, salieron a la superficie para satisfacer curiosidad y crecer el acervo cognitivo. El significado de urgencias o emergencias, como cuartos y departamentos para atender molestias y enfermedades agudas, se extendió a una postura y actitud para alcanzar y vencer el acelerado paso de la infección, la enfermedad y la muerte en un crítico corto tiempo. Era entonces todo lo que se quería: evitar sacar a las personas de sus casas para ser hospitalizadas por enfermedad; orientar en la búsqueda de salud y de recuperarla, cuando se había perdido; proteger a los más vulnerables, cuando todos éramos vulnerables, y conocer este organismo tan agresivo y elusivo.

Cuando crecían los muertos en el concreto y asfalto de las calles y aceras, el clamor por vencer el virus “a toda costa” era universal, y el ruido, ensordecedor. Aparecieron remedios de entre los anaqueles de medicinas guardadas para otros males y animales, desinfectantes erosivos para ser digeridos e inhalados y “limpiar del virus” los tejidos respiratorios y digestivos, o menjurjes de alquimistas para llenar cornucopias. Llegó la vacunación y pasamos “del pánico a la complacencia”.

Los servicios de salud flexibilizaron su función, pero crearon otros problemas y fueron centro de oportunidades para acciones dolosas. Se cerraron salas de hospitales y servicios de urgencias para crear espacios para moribundos; las enfermeras se llevaron a un lado y otro del puente de las Américas con solo el uniforme y las promesas; las vacunaciones anuales de los niños se suspendieron advirtiendo a la población no acercarse a los centros de salud para evitar aglomeraciones y contagios, pero lo real era la falta de personal de enfermería y biológicos. Las falencias del sistema de salud, desnudas. Se compraron camas hospitalarias y costosos equipos para respirar, vigilar los signos vitales, llevar a las venas medicamentos y desintoxicar los cuerpos envenenados por las fallas de sus múltiples sistemas. Se hicieron hospitales para cubrir con la demanda de enfermos, pero todavía hoy se desconocen sus costos y gastos, a dónde fueron a dar, quiénes los animaron. Decenas de camiones refrigerados desfilaban por el aparcadero de Atlapa llevando miles de bolsas de comida para palear el hambre de pocos con cálculos errados y, peor, repartirlas como se reparten guantes, pelotas y bates de béisbol, mientras crecía la membresía de un partido político y las quejas por inequidad y engaños. La pobreza se quiso resolver con demagogia y apuro, congelando los pagos de préstamos bancarios de todo tipo, pólizas de seguro, hipotecas de las viviendas y todo lo que se hizo fue detener ficticiamente el tiempo para pagar y vituperar a banqueros y bancos, ese traslado de responsabilidades tan eficaz para los políticos corruptos.

De esto nadie se quejó, como sí se hizo con las medidas de mitigación. Todo era válido, la desesperación todo lo permitía, hasta producir muertes no programadas y acelerar la de enfermos con terapias no probadas, sin evidencia ni paciencia, y dilación de las consultas apropiadas. Todavía no conocemos las nuevas cifras de pobreza, pero las calles tienen horas donde se hacen densas de gente con hambre, desnudas, y delincuentes, de noche y de día.

Pandemia es un brote de una infección o enfermedad, que se disemina global, extensa y rápidamente sin detenerse por fronteras, a varias regiones de forma simultánea, afectando a muchos individuos al mismo tiempo. Como lo señala Heath Kelly: “la definición clásica no incluye nada con respecto a inmunidad de la población, virología o severidad de la enfermedad”.

Esta definición es suficiente para enfatizar que la enfermedad no se ha acabado, aunque los números de casos de covid-19 hayan disminuido en los varios continentes. Para aliviar espíritus inquietos e insatisfechos, o aquellos insolentes, digo que el covid-19 no ha sido erradicado y seguiremos diagnosticando pacientes infectados y enfermos, como ocurre con el flu. Lo que se ha decretado, porque eso sí lo puede decretar la autoridad sanitaria, es la finalización de “la emergencia de salud pública”, el instrumento para que el ejercicio de la autoridad beneficiase a la población ante una crisis seria de la salud pública, y no para beneficiarse de ella.

El 11 de mayo del 2023, el secretario del Health and Human Services (HHS) de Estados Unidos, Xavier Becerra, declaró terminada la urgencia de salud pública por la pandemia de covid-19 en Estados Unidos. Esto ha encendido los ánimos y también los malentendidos. En Panamá, “mediante la Resolución de Gabinete Nº129 del 29 de diciembre de 2021, se declaró concluido el término para la utilización del procedimiento especial de adquisición de bienes, servicios u obras decretadas mediante Resolución de Gabinete Nº11 del 13 de marzo de 2020, que establecía el Estado de Emergencia Nacional”.

Terminada la urgencia es que se termina con todas las disposiciones de otrora. Significa que ya no se usará el término “uso de emergencia” para autorizar la compra de equipos especiales, diagnósticos o terapéuticos, pruebas de laboratorios hospitalarias y ambulatorias, vacunas y medicamentos contra covid-19. Ahora se comercializarán las vacunas y los medicamentos contra covid-19 o que usted y yo tendremos que pagar por ellos. Igual, de ahora en adelante, el uso de medidas de mitigación, como el uso de máscaras, el lavado de las manos, el distanciamiento físico no será obligado, excepto en lugares o instituciones, como clínicas y hospitales, cual lo regule el Minsa. El panorama no es que sea mejor. La desconfianza al sistema de salud público, ganado por méritos propios, como la creada por los teóricos de conspiraciones, es un escollo tremendo. Las instituciones sanitarias públicas han identificado sus falencias durante toda la pandemia, ahora falta conocer si quieren corregirlas. El sector político debe renovarse con individuos de servicio y comportamiento ético para la función pública.

La erradicación de la enfermedad no se logrará en tiempo que yo pueda verlo, aparte de que erradicar todas las enfermedades infecciosas tiene connotaciones éticas exploradas, que no le son favorables. Arthur L. Caplan es directo y áspero: “La erradicación bien puede ser la mayor arma retórica de salud pública en la batalla contra temibles enfermedades. De hecho, la habilidad de lograr dineros, apoyo popular, la atención de los políticos y una cobertura positiva de los medios no tiene paralelos cuando se propone erradicar la enfermedad”. Pero esto merece otra discusión en otro momento.   Publicado por el diario La Prensa, de Panamá, el 19 de mayo de 2023

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