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Por más que el suicidio parezca ser una decisión personal, visto desde la perspectiva que la vida que se pierde es la de una persona, decidirse por morir no es algo aislado de otros, no es algo enteramente personal.  El suicidio tiene una naturaleza social.

 

La desesperanza se produce en la soledad, la soledad en el sentido de la desconexión, en la desconexión social. En el contexto personal no se puede omitir la incapacidad individual para superar obstáculos, pero también es cierto que los obstáculos no se generan espontáneamente.  La sociedad del rendimiento los pone desde la concepción, cuando se discrimina por el sexo del hijo por engendrar. Culmina en la salvaje competitividad por superar, rendir más propiedad contable y producir más riqueza material.

 

Tampoco podemos modificar todavía la huella genética de la depresión y las enfermedades mentales que dificultan la capacidad personal para conciliar en crisis y sobreponernos al dolor, a la pérdida, al rechazo, a la burla o a las secuelas emocionales de eventos experimentados en tempranas edades o en tiempos recientes.  Pero el rol de la sociedad sí lo podemos modificar.

 

La sociedad del rendimiento lleva al cansancio.  El “burnout” no es otra cosa que el agotamiento autoimpuesto o impuesto por otros durante los años de formación y educación cuando el fracaso rasa, durante el desarrollo de una labor o una profesión cuando el chisme vence, en el emplazamiento que nos pone la sociedad para surgir, para ganar “likes”, para ser vistos –esa forma de narcisismo que reclama prominencia y preeminencia- donde las redes sociales hacen seguidores y seguidos.  ¿Es el “burnout” una forma de explotación impuesta a uno mismo? O, ¿es una forma de violencia a cargo de otros, que hacemos nuestra?

 

Si bien es cierto que los factores de riesgo entre quienes no están contentos son aquellos que están positivamente asociados con un resultado no deseado, como el comportamiento suicida, que incluye el pensamiento y la acción; también es cierto que ellos, por sí solos, son ineficaces en la prevención del suicidio.  Es necesario enfocar el esfuerzo en la práctica de una psicología positiva, en el escenario de una suicidología positiva. Hay factores que se asocian negativamente con los resultados no deseados del pensamiento y los comportamientos suicidas, son los factores protectores.

 

La ansiedad, la depresión y la percepción del grado de apoyo social se producen desde el abuso emocional, el abuso físico, el abuso sexual, la negligencia en el cuidado del niño y el abuso social.  Esta es la relación entre el trauma de la niñez y el suicidio, bien esbozado por diferentes autores, uno de ellos, Bahk Yong-Chun y sus colaboradores (Psychiatric Investig 2017 Jan; 14(1):37-43).  Estas experiencias adversa se relacionan linealmente con el tabaquismo, el alcoholismo y la violencia doméstica en la edad del adulto como con la depresión crónica.

 

Cuando el suicidio se convierte en un problema de salud pública por sus proporciones epidémicas y de crisis, la sociedad sigue siendo el “culprit”.  El valor o lugar que se le da a los factores de riesgo varían, a los grupos de edad varían, a los grupos éticos varían.  El comportamiento de las sociedades, si cultural o no –concepto que no es excusa ni excusa- tiene el rol condicionante. A nivel interpersonal, de grupo y de comunidad: el trauma colectivo de las guerras, la discriminación, el aislamiento social, la violencia interpersonal con el matoneo o “bullying” como las formas, incluso, aceptadas como “normales”.  La dificultad para tener acceso a profesionales e instituciones especializadas, el estigma alrededor de la salud mental y el suicidio, todos ellos a nivel del grupo social.

 

La solución tiene que ser más integral.  No puede quedarse en el regocijo de las puntuaciones a los factores de riesgo.  Las estructuras sociales tienen que cambiar. El concepto de comunidad tiene que crecer y aflorar.  Las redes sociales tienen que conectar y no desconectar, como hacen hoy día. La autoestima no es un producto personal e individual, no es independiente de la estima de los demás hacia el Otro.  La integración es y debe ser social y basada en las experiencias positivas del pasado, del presente y del futuro.  Muchos son los autores que reconocen en la conectividad el factor necesario para la salud mental.  Un estudio reciente publicado en la revista Pediatricsde la Academia Americana de Pediatría (Steiner RJ et al: Adolescent Connectedness and Adult Health Outcomes. Pediatrics2019;144(1):e20183766) señala y reconoce que la interconexión familiar y escolar en la adolescencia, por si sola, tiene asociación protectora en la adultez, reduciendo los riesgos evaluados que generaron los eventos adversos de la niñez.

 

¿Cuáles son algunos de los elementos considerados como experiencias positivas de la infancia?

 

  • Sentir que se puede hablar con la familia de sus sentimientos
  • Sentir que su familia lo apoya en sus momentos difíciles
  • Gozar su participación en las festividades y tradiciones en su comunidad
  • Sentir pertenencia en la escuela secundaria
  • Sentir el apoyo de sus compañeros y amistades
  • Tener por lo menos 2 adultos –que no son sus padres- que le muestren interés genuino
  • Sentir seguridad y protección por algún adulto en casa

 

 

Una encuesta al azar por teléfono digital hecha a adultos de 18 años de edad y mayores, ambulatorios (no institucionalizados) en Wisconsin, con 6,188 participantes en el año 2015, reveló 72% de disminución de depresión y pobre salud mental con 6-7 de estas experiencias positivas que mencionamos arriba. (Bethell C et al: Positive Childhood Experiences and Adulto Mental and Relational Health in a Statewide Sample. Associations Across Adverse Childood Experiences Levels.JAMA Pediatr.September 9, 2019).

 

Las evidencias señalan claramente el rol significativo del comportamiento social sobre el comportamiento suicida.

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