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Insisto en enfatizar que cualquier conclusión prematura -y ahora la gestación es aún prematura- sobre lo que Covid-19 ha hecho o hará en nuestra sociedad humana, en el ejercicio de la Medicina y en el manejo de la higiene pública es atrevida, al menos, imprudente, a más daño, y lo enfatizo sin el temor a las ácidas reacciones de básicos.  Y claro, tampoco se trata de confrontar la salud pública y la economía.  No se trata de una o de la otra, ellas no tienen por qué entrar en conflicto.  Sin embargo, lo que es primero es primero.  Ahora que comenzamos a inquietarnos por la prolongada cuarentena también nos inquieta el efecto negativo sobre la economía, pero el regreso a las labores que sostienen la economía del país tiene que ser cuidadoso y escalonado, a riesgo de que conozcamos de forma cruenta lo que todavía no se conoce con certeza: la segunda ola de infección, enfermedad y muerte por el Covid-19.

 

La crisis actual de salud, lo es estructural, humana y económica.  Las medidas que para algunos son coercitivas y, además, atentan contra sus derechos, entre ellos su libertad, han demostrado que solo con la restricción de la movilidad, con el alejamiento físico, con la recomendación puntual del lavado de las manos y, más tarde, con el uso de máscara faciales se puede evitar o demorar que se supere la capacidad de servicio y atención de salud óptimos, que se le deben a todos los habitantes de un país, con lo que, a su vez, disminuye el agravamiento de los enfermos y la mortalidad por las complicaciones de la enfermedad.  Mi derecho a mi salud, a mi protección, es responsabilidad mía y como tal, yo exijo al otro, a ese que quiere ejercer su derecho en la libertad de disponer sobre su salud a como le de la gana, que hasta allí llega ese derecho suyo, allí donde expone a riesgo la protección de mi salud.

 

Un sistema de salud solidario, con respuesta pronta, amable, competente y científica -con una medicina socializada- fracasa frente a una ciudadanía que desconoce o burla el alcance de sus acciones.  Frente a una carga higiénica de enfermedad, como la que arroja universalmente el Covid-19, tampoco hay un sistema de salud de una economía de mercado capaz de dar respuesta ni siquiera a sus más caros clientes.  Allí están en ambos extremos, Italia y Francia, y los EEUU.  La mortalidad está en relación directa con el número de enfermos graves, y ese número de enfermos graves lo está directamente relacionado con la respuesta lenta, tardía, incrédula y politiquera de gobiernos y población a las advertencias de la salud pública.  Solo la respuesta flexible que sigue a un análisis puntual y repetido del cada día, mejora el panorama de la tragedia y la crueldad.

 

Todos los modelos de sociedad han sido barridos por el coronavirus.  Increíble su capacidad de ecualizar: sociedades teocráticas, dictaduras acérrimas y sordas, democracias sociales, democracias de nombre y prácticas consumistas y materialistas que esclavizan.  En ellas, la libertad humana, ¿qué es?  Si vemos los resultados parciales, lo que ha marcado diferencias en las estadísticas de salud del Covid-19 es qué pronto se cerraron esas sociedades al mundo exterior, y a sus actividades cotidianas.  La libertad suspendida, como las virtudes y los valores humanistas, frente a la mortandad en calles y hospitales.  La eficiencia de la vigilancia estrecha, del autoritarismo cruel como modo de vida frente al enemigo oculto de fácil diseminación e incuestionable capacidad de hacer daño.  Prefiero la libertad suspendida en la certeza con que apreciamos ahora su valor y su sentido, el de la libertad, y el de la vida.

 

En este lado de la libertad suspendida, los valores de la Gratitud y de la Ciencia parecieran enfrentarse.  La familia grande alrededor de los mayores.  Las figuras de los abuelos en un lugar superior a la de los padres, que lo serán luego.  La reunión familiar, el disfrute de la comida y la bebida, de la conversación, de las historias.  Los abrazos y los besos, las palabras amorosas susurradas. Si algo mi memoria de niño guarda imperecederamente es la imagen serena, grande, paciente de esa sabia mujer -sabia por los años vividos, sabia por saber guardar silencios, sabia por saber escuchar- mi bisabuela materna, o las de mis dos abuelas.    Reunirnos a su alrededor, en familia, no solo para escucharlas sino para que nos escucharan a los más chicos era de un sabor de gratitud insospechado.  Creció conmigo.

 

Mi educación me fue enseñado los valores de la Ciencia. Su permanente estado de duda, su persistente búsqueda de la verdad o del equívoco, el manantial de información abriendo nuevos senderos que andar, su constante renovación sobre lo válido y sobre lo inválido, la riqueza del conocimiento, las oportunidades para aplicarlo. El sentido superior del Bien Común.  El principio de “Primero no hacer daño”.  Aquello de no tener que conocer todo, pero conocer donde encontrar las respuestas. La humildad y la prudencia para aceptar mis limitaciones.  La apertura a nuevas hipótesis y el entusiasmo para explorarlas. Así, andar el camino escogido para preservar la salud, para aliviar el dolor, para curar la enfermedad y para acompañar.  Mantener la integridad intelectual para no lastimar y seguir andando.

 

En ese escenario entre la gratitud y la ciencia se maneja la crisis de la pandemia, entre la prudencia por el desconocimiento y la fragilidad del conocimiento.    9/5/2020

 

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