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La nemotecnia que aprendí para el sarampión cuando hacía mis estudios de Pediatría en los Estados Unidos fue: “measles miserable”.  Con eso me recordaba que el enfermo de sarampión se sentía tan mal, tan miserable, que solo esa imagen frente a un niño con fiebres altas, tos dolorosa y erupción generalizada, hacía el diagnóstico. Hoy quisiera decir a toda voz: qué miserables deben ser los “antivacunas” que existen dentro de la profesión médica.

 

Entre el 1 de enero y el 21 de febrero de este año en los Estados Unidos se han registrado 159 casos de sarampión.  Más casos que durante todo el año de 2017. Igualmente, Europa y Asia sufren urgencias higiénicas por el sarampión y la varicela.  Difteria y tos ferina vuelven para matar niños que tenían una expectativa de vida de 75 años, en la América Latina, y de 78.9 años, en Panamá.

 

A los anti-vacunas  (“antivaxxer” en inglés) les atribuimos la disminución de la población de vacunados en todas partes del mundo.  Y es cierto en una significativa proporción.  Pero anti-vacunas no son solo los padres de los niños.  Hay anti-vacunas cuando las aseguradoras rehúsan pagar por las vacunas que deben recibir niños y adultos  asegurados, cuando en un centro de vacunación los horarios no son realistas o son arbitrarios, cuando los esquemas probados de vacunación son reemplazados por otros incompletos por necesidades económicas, cuando no solo palabras sino gestos se proponen alejar a quienes se acercan por ellas, cuando siguen proliferando falsedades sobre las vacunas, miedos y temores, dañina y pobre información.

 

Somos anti-vacunas cuando como médicos firmamos falsas certificaciones de cumplimiento con el esquema nacional de vacunas o cuando las damos para eximir de ellas, por razones muy alejadas de las propiamente médicas, en contubernio con la complacencia.  Es tanto lo que se publica en las redes sociales, en los noticieros televisivos, en la prensa escrita y en los consultorios de médicos con pobre formación científica que, agobiados con esas publicaciones y frente a sus deseos de preservar la salud y el bienestar de sus hijos, les niegan la vacunación y las vacunas.  Con esto, les hacen daño a ellos y a los amigos de sus hijos.

 

Frente a la higiene pública, la decisión individual sobre la vacunación y las vacunas puede ser discutida pero no puede ser situada por delante del interés común.  Es hora de que la autoridad de salud ataque este asunto en todos los escenarios.  La vacunación tiene que ser requisito para participar y gozar de la escolaridad, que es un derecho inalienable como lo es velar por la salud y atender la enfermedad. No es más ni es menos, como hacer obligatoria las medidas de higiene en las escuelas: asegurar agua potable, disponer las excretas de forma higiénica, evitar el hacinamiento y priorizar el aseo personal y la seguridad ambiental.

 

Las coberturas de vacunación entre nosotros son de las mejores en el continente y apuntan por ser óptimas.  El producto de un esfuerzo por llegar amablemente a las comunidades y no solo “esperarlas”, debe aunarse a la prohibición y castigo de las falsas campañas contra las vacunas y la vacunación. Actividad que debe ser firme, recia, coherente y permanente, para honrar las genuinas preocupaciones y necesidades de los padres de nuestros niños y asegurarles a estos, un crecimiento y un desarrollo para el bienestar.

 

La rectoría de la salud no es un relámpago: luminoso, quebrado, ruidoso y transitorio, que dura una administración y se manipula con cada campaña electoral.  Los resultados serían catastróficos y los pagarán los más pobres, si se permite que la penetre la política complaciente y sin evidencia científica probada.    4/3/2019

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